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EL MAESTRO LIENDRE

DE LO NORMAL Y LO MEJOR

La niña nacida de esa cría de diez años es la única esperanza: si no le sucede lo que a su madre, habremos evolucionado una micra como especie

JOSÉ LANDI
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Es una de las palabras más cabronas que tiene el diccionario. La Real Academia debería haberla matizado en su excéntrica revisión de tildes y 'yes'. Esa palabra, traicionera como ninguna, es normal. Casi nadie se ha librado de patinar sobre ella como si fuera un Sancheski. Casi nadie se ha salvado de patazos del tipo «el primer bar era de ambiente, el segundo era normal» o «vi a tu primo con dos chavales, uno bizco y el otro, normal».

La semana que acaba nos descolocó al ponernos ante los ojos el parto de una niña de diez años. Su familia proclama que en su etnia y lugar de origen, gitanos rumanos, es normal. Que les dejemos en paz.

Muchos de los racistas que habitan disfrazados entre nosotros también piensan que «entre esa gente, es normal». Traducido significa: las bestias tienen esas cosas. Es una idea que aplican frecuentemente a toda desgracia que acontezca a cualquier paria, descamisado, yonkie, negro africano o suramericano tieso que ven por la tele o que se cruzan.

Pues va a ser que no es normal o que no podemos dejar que lo sea. Si esa palabra se usa como sinónimo de «frecuente» o «cotidiano» hay que ser ruin para aplicarla al caso. Las niñas de diez años no paren y no deben parir. No tienen relaciones sexuales y no deben tenerlas. No aquí, en este mundo. Ni en otro. Hay que conseguirlo por convencimiento, más que por imposición.

Ni siquiera desde un despiadado punto de vista biológico es normal que una niña de esa edad esté en disposición fisiológica de concebir así que nadie venga con purgantes cucharadas de normalidad. Si en su lugar de origen es habitual, también lo es que en tres cuartas partes del planeta no haya agua ni alimento y maldita la hora en que lo veamos normal. Bastante repugnante es que lo consideremos irremediable mientras estamos ante nuestros dos platos con postre. Hay lugares en los que también resulta normal la lapidación, la ablación genital, la silla eléctrica o la prisión de los discrepantes. Aquí, no. Vamos a dejarnos de pamplinas «interculturales», merece la pena morir por nuestras normalidades. Son más saludables.

Todo lo que oculta ese parto infantil en cuanto a desarraigo, animalidad, lejanía sideral de la educación y condena a la marginación es tan triste como el alumbramiento. La niña nacida es, quizás, la única esperanza. Si a Nicoletta no le sucede lo que a su madre, habremos evolucionado una micra como especie.

Nuestras normalidades

Otra cosa, bien distinta, es que alguien nacido en otra cultura justifique, por tradicionales, sus «anormalidades» y nos recuerde que nosotros también tenemos las nuestras. Que nos echen en cara que aquí cometemos otros horrores, incongruencias o estupideces sólo por haberlos heredado.

Admitamos que resulta difícil explicar que para celebrar una Constitución, la primera, dos siglos después, sea necesario el sanguinolento espectáculo (?) de una corrida de toros en una ciudad que, para orgullo de muchos vecinos, las eliminó de su diminuta geografía. «Pues era lo normal», dirán. Claro, también lo fue, hasta hace un rato, que las mujeres no votaran pero se trata de ir eliminando 'normalideces'.

Para seguir con la aspiración a la sensatez, conviene dar un figurado grito a este irritante Gobierno 'pijipi'. El orden de los apellidos es la última necesidad de las mujeres en la lucha por la igualdad real. Mientras la machista diferencia de salarios sea normal, mientras consintamos como normal que ocho de cada diez mujeres (al menos en mi entorno particular, nunca en esta empresa) tengan 'casualmente' un problema laboral grave cada vez que se quedan embarazadas, lo de revisar el Registro Civil es de género tonto.

Tampoco es fácil de explicar que un país oficialmente laico -perteneciente a ese Occidente en el que, gracias a Dios, la religión es una elección personal y privada- aún haya juramentos ministeriales ante crucifijos o las visitas papales sean enormes eventos públicos. No es muy normal que la gran mayoría de ateos, agnósticos o no practicantes tenga que buscar excusas para criticarlas. Que si lo que cuestan, que si la cobertura mediática, que si la seguridad. Como si los conciertos de los Stones o el día del orgullo gay no dieran pie a gastar dinero público ni a exageraciones periodísticas.

No es normal que esa muchedumbre silenciosa, deslavazada y anónima que siente rechazo hacia la jerarquía católica por sus históricas alianzas, sus actuales incoherencias y todo lo que significa su elite tenga que buscar subterfugios argumentales para decir: no me gusta, respeto y admiro a la iglesia de base, la del trabajo diario, como a la infantería voluntaria de cualquier creencia o ideología, pero rechazo sus altas instancias, no las quiero cerca, no pienso aplaudir, no las espero. Aún hay miedo a decirlo.

Los normales, los de aquí, pueden señalarte. En caso de ira extrema, que les sale fácil, alguno de sus miembros puede llamarte «rojo» o, incluso peor, gritarte en público a coro y con música: «¡¡Ese que va ahí, no tiene el perfil!!», lo que arruinaría tu prestigio sociolaboral 'ad aeternum', o sea, por los siglos de los siglos, en esta vida y en las otras, vamos, que para siempre-jamás.

Qué miedo da lo normal.