Correos
ESCRITORActualizado:Desde hacía algún tiempo esperaba con impaciencia esos libros. Aquella mañana, por fin, entre el resto de la correspondencia, vi los ribetes amarillos de la notificación que me anunciaba que podía pasar por la oficina de correos a retirarlos. Mas no era una la notificación, sino dos. Miré el número de referencia de cada una de ellas y comprobé que se trataba del mismo envío. Sin duda, un error, me dije.
Esa misma mañana encaminé mis pasos hacia la estafeta. A sus puertas se encontraban apiñadas algunas personas, pero a esa hora la oficina no podía estar cerrada. Esperaban en la calle porque dentro es que no se cabía. Tuve que guardar cola allí mismo, en plena rua. No llovía. No hacía frió. Tampoco nuestro áspero levante incomodaba la espera. Eso que gano, me dije.
Cuando en el interior de la oficina se hizo el correspondiente hueco, los que esperábamos en la vía pública pudimos por fin acceder al interior. Apretados como arenques en aquel angosto habitáculo con capacidad para ocho o diez personas (usuarios, que se dice ahora) y el volumétrico expositor acristalado donde Correos exhibe sus llamativas mercaderías postales. Un matrimonio alemán adquirió la pequeña hucha amarilla que reproduce un buzón por el módico precio de cinco euros. La agilidad de la administración pública española en busca de fuentes alternativas de financiación, me dije.
Por fin, después de esperar no sin cierto fastidio a que los usuarios que tenía por delante lograran desatarse de los enredos que ciertamente suponen certificados, abonos postales y giros, me llegó el turno. Delante del mármol del mostrador comprobé que la irritación de media hora larga de espera no había hecho apenas mella en la ilusión con que mostré las dos notificaciones a la empleada que las tomó cansinamente de mi mano. Aquella mujer no podía disimular la expresión de angustia de quien lleva toda una mañana bregando en solitario con tan inmarcesible clientela. Al tiempo de entregárselas le comenté que sin duda debía de tratarse de un error, dado que eran dos las notificaciones y yo sólo esperaba un paquete. Ella les dedicó una somera mirada de rutina funcionarial y me respondió que una era la primera notificación y la otra la segunda. Adiviné cierto tono de reproche antes que verdadera intención informativa en sus palabras. Pero sin esperar réplica alguna por mi parte la chica se abismó en la dependencia contigua en busca de mi paquete. Ahí se pudra Correos con sus laberintos burocráticos, me dije.
Volvió aquella mujer con el paquete entre sus manos. Lo depositó sobre el mármol tono tabaco y me pidió que firmara y consignara fecha y número del carnet de identidad. Mi corazón, dándose ya por satisfecho, no encontró motivo para oponerse a ninguna de esas formalidades. La empleada, mientras hacía yo todo aquello, me puso al corriente de lo afortunado que había sido, pues mañana, dijo, mañana sin falta procedían a devolver el paquete. Porque pasado un cierto número de días después del segundo aviso, el paquete se devolvía sin más. Nuevamente la intención recriminadora imperaba sobre la voluntad de informar. Poco más o menos que lo había cogido de milagro dada mi evidente desidia postal. Yo he recibido esas dos notificaciones esta misma mañana, le dije.
En su forma de recogerse la melena por detrás de las orejas observé que mi respuesta la había descolocado. Dudó por un instante entre no creer en mis palabras o adoptar una posición defensiva. Hizo ambas cosas al responderme que si el cartero me había llevado las dos comunicaciones esa misma mañana eso ya ella no lo sabía, que eso habría que preguntárselo al cartero. Sentir el paquete ya bajo mis manos me persuadió de no continuar con aquella disputa absurda, por lo que opté por darle las gracias y metérmelo bajo el brazo para salir cuanto antes de aquella ratonera. Ahí te dejo con tus angustias kafkianas, me dije.
Cuando salí a la calle pensé que aquel episodio tal vez no justificara la correspondiente reclamación, pero cuando menos exigía cierta reflexión. Si Correos cuenta desde tiempos inmemoriales con toda la infraestructura de oficinas, personal y transportes, si cuenta con todos los medios organizativos que la informática pone hoy a su alcance, si cuenta además con la fidelidad innata de la mayoría de la población, ¿por qué Correos ofrece unos servicios propios de un país no desarrollado? ¿Por qué un envío por medio de una empresa privada te llega al día siguiente por una diferencia de precio que cuando menos no resulta escandalosa? La respuesta fácil es que se trata de una empresa pública varada por la indolencia funcionarial. La inquietud brota cuando se instala en tu cabeza la sospecha de que tamaña ineficacia busque con toda premeditación que acudas al servicio privado con la esperanza del Estado de poder algún día quitarse de encima este lastre. En cualquier caso, tal vez a J. M. Cain le tocara vivir un parejo episodio que le sugiriera el enigmático título de su famosa novela 'El cartero siempre llama dos veces'.