Opinion

La Bolsa o la vida

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Sin un duro, boquerón perdido y una orden de desahucio. Un vecino de esta provincia, días atrás, decidió inmolarse en la cabina de un cajero automático como un muyaidín de su propia derrota y de esa tragedia colectiva a la que llamamos crisis económica. Desde hacía un año no levantaba cabeza: el negocio en quiebra, las letras impagadas, los grifos cerrados y las ventanillas, también.

Horas antes de esa última decisión, se había reunido con su familia: el gesto grave y las palabras también. En días como estos, la desesperación se masca en las salitas de estar. Y a veces, sólo a veces, también es lo único que se mastica en una comunidad donde el paro supera el 30 por ciento y más de 45.000 personas, según leí ayer en este mismo papel, no percibe ya ningún tipo de subsidio.

Dejó una carta de esas de las de no se culpe a nadie de mi muerte. Sólo que él si tenía claro quién era el culpable y lo puso por escrito en su saludo final de los escenarios de la vida: el sistema financiero, acusó; representado en el banco que le había dejado sin camisa.

Imagino a mi vez el estupor en el rostro de los empleados de la sucursal, la profunda amargura de su gesto ante la cinta amarilla, el recuerdo de aquel hombre con rostro de estrépito suplicando o exigiendo un balón de oxígeno. Y, lo más probable, la impotencia de los trabajadores de la entidad, que no pudieron encontrar un clavo ardiendo que ofrecerle para que él pudiera evitar la caída al vacío de su desesperanza. Estoy convencido de que les durará toda la vida el nudo en la garganta. Lejos, muy lejos, los suntuosos despachos a donde nunca llega el crack de 1929 o de 2008 y el hilo musical del corazón es frío como un número. Allí, este suceso perdido en las páginas de la prensa de provincias, le importará un bledo a algún todopoderoso que no sabía el nombre ni vio nunca el rostro de aquella víctima colateral del golpe de Estado que los mercados asestan a la democracia.

En algún lugar no muy lejano, seguramente, habrá hoy flores frescas en memoria de un padre, de un marido o de un hijo. Los suyos, en cambio, que somos mucho más que los suyos, cerraremos con rabia los puños del miedo, intentaremos cosechar las uvas de la ira y nos apartaremos cautelosamente, tal vez para que no se nos manchen los zapatos de marca o de rebajas, cuando empiecen a caer los suicidas de los rascacielos. Pero seremos incapaces de sumar voluntades para que quienes mueven desde la sombra las cuerdas del poder político nos sigan mangando a diario la cartera bajo el conocido grito de la bolsa o la vida.