Tribuna

Uno de los nuestros

CATEDRÁTICO DE LITERATURA ESPAÑOLA Actualizado: Guardar
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El aula Magna de la Universidad de Sevilla estaba hasta los topes cuando, acompañado por el catedrático de Literatura Hispanoamericana, el profesor Juan Collantes de Terán, hizo su entrada triunfal Mario Vargas Llosa. No recuerdo un acto, conferencia o cualquiera de tan abundantes mesas redondas, que en aquellos cursos se organizaban, en torno a sesudos debates sobre cuestiones políticas o literarias, incluidas las tediosas asambleas, tan esperado por los más de 200 alumnos que amenazábamos con hundir las gradonas del aula de la vieja Fábrica de Tabacos. Era antes de morir Franco y ya varias huelgas de «estudiantes politizados» -como entonces se escribía por las autoridades del régimen- habían obligado a los rectores académicos a cerrar a cal y canto las puertas del edificio de la calle de San Fernando. Precisamente el catedrático Collantes ocupaba por entonces, no recuerdo si era el Decanato o un vicerrectorado en el claustro universitario hispalense. Era en definitiva una curiosa mezcla de juventud frente a vejez, de modernidad frente a antigüedad la que representaban en sus respectivos atuendos la extraña pareja que estaba ascendiendo a la tarima donde debían ocupar su sitial académico, anfitrión e invitado, ante la expectación de un público ansioso por oír al maestro de la narrativa hispanoamericana. Aquel contraste era tanto más llamativo si lo derivábamos hacia otros territorios mucho más frívolos aunque no menos evidentes: la alopecia del entrañable profesor Collantes irritaba al lado de la insultante cabellera azabache y la bronceada tez andina del ganador del Biblioteca Breve; el encopetado terno gris marengo del profesor de varias generaciones de estudiantes producía una cierto tufo alcanforado en el cargado aire sevillano de las cuatro de la tarde, frente a la juvenil cazadora, camisa a cuadros y pantalones tejanos del autor de 'La ciudad y los perros'. Era en definitiva, revivida, la vieja disputa entre lo antiguo y lo moderno. No hay que insistir mucho, amigo lector, para proclamar quién representaba lo primero o cuál a manifestaba a gritos lo segundo.

En aquella época (años 71-72 del pasado siglo) Vargas Llosa no había publicado todavía ni la cuarta parte de su producción narrativa, pero sí habíamos ya leído sus obras fundamentales: 'La ciudad y los perros', 'La casa verde',' Los cachorros' y 'Conversación en la catedral'. Cualquiera que no fuera el escritor peruano, se habría dado ya por más que satisfecho con cualquiera de esas cuatro obras maestras y habría ya vivido de las rentas.

Estaba en todo su apogeo el llamado 'boom' bien aprovechado, como era habitual, desde Barcelona, con una increíble e inteligente campaña de marketing, por Carlos Barral. Es hasta posible que en ese buque de gran tonelaje hicieran su travesía muchos polizones y gente de muy inferior calidad literaria que los cuatro o cinco grandes, pero no es menos cierto que la nueva narrativa hispanoamericana nos abrió nuestros asombrados ojos a nuevas y cautivadoras maneras de novelar y de contar historias. El pesadísimo lastre del n'ouveau roman', del estructuralismo y de la literatura 'engagé', era por fin arrumbado en el desván de la memoria. Al menos por una temporada nos olvidaríamos de Marx, Sartre, Simone de Beauvoir y de otros mártires de la causa. Sonaban nuevos nombres que, por vez primera, nos hacían soñar con paisajes y lugares que poco o nada tenían que ver con la geografía conocida. El siglo de las luces, del cubano Alejo Carpentier, que devorábamos, no era sólo una época que estudiábamos en la asignatura de Historia Universal Moderna y Contemporánea, era también una barroca novela escrita con imágenes y sintaxis que nos devolvían palabras que eran nuestras, de nuestro espléndido siglo de oro, de cuando nuestra lengua viajó hasta el Nuevo Continente, pero que habíamos olvidado porque, según las normas de la literatura gris y roma que se había impuesto en los círculos editoriales madrileños, no estaba a la altura del compromiso político.

Éramos los mismos aunque la historia estaba empezando a cambiar y en el aula magna de aquella Universidad que hoy desgraciadamente no existe, la vida empezó a ser diferente. Vargas Llosa, a su paso por la Universidad, nos cambió la vida con sus novelas y el reloj de la historia se puso en marcha de nuevo. Era sencillamente uno de los nuestros.