La familia que no sabía de vino
Filippo Chia, un chaval de 27 años, dirige la bodega de Montalcino que este año ha dado el mejor tinto planetario
Actualizado: GuardarLa vendimia en Montalcino, pequeño municipio medieval en el corazón de Toscana, es a menudo una cosa bastante familiar. Estos días, en la bodega Castello Romitorio, de Sandro Chia, tan sólo nueve personas recogen uva en un valle de olivos y cipreses, con una abadía del siglo XII, fundada por Carlomagno, al fondo. El tiempo es templado, con una brisa de perfume selvático. Trabajan sin mucha prisa, conversando, y alguno hasta fuma. No cogen todas las uvas, sólo las buenas, y no es un gran viñedo, sino más bien pequeño. Es un lugar de tanta belleza y armonía, en un momento tan cuidadosamente elegido –las tres primeras semanas del otoño–, que casi parece natural que aquí nazca el mejor tinto del mundo. El Castello Romitorio Reserva de 2004 lo es, según el International Wine Challenge (IWC), el más prestigioso certamen vinícola. Para saber por qué y cómo se hace este tinto oscuro y potente, lo mejor es acercarse a la cuna del Brunello, uno de los caldos más célebres del mundo.
La finca de Sandro Chia tiene una entrada majestuosa, un camino que asciende entre cipreses. Aunque lo más cautivador de esta historia es que la protagoniza gente que antes no tenía ni idea de vino, pero que se lanzó a ello movida por la búsqueda de la belleza y el misterio de la tierra. Sandro Chia, de 64 años, ya es conocido sin necesidad de su vino. Es un pintor y escultor de fama internacional. Había vagado sin un duro por la India, Afganistán y Pakistán con una ‘lambretta’ antes de asentarse en Nueva York y conocer el éxito. En 1984 recibió una llamada de un amigo que solía buscar casas raras para artistas. Le dijo que tenía algo para él en Montalcino. Romitorio era un torreón abandonado, comido por las hiedras, en un terreno salvaje. Le gustó. Y pensó que allí podría hacer vino. «Era parte de la poética del lugar, el Brunello de Montalcino es una pura extravagancia inventada en el XIX por ‘gentlemen’ que no tenían otra cosa que hacer. El vino me atraía como artista, el arte del vino», cuenta en su estudio de Trastevere, en Roma. El Brunello es un vino único, pues no hay otro que se haga al cien por cien con una sola uva, la Sangiovese, y además madura cinco años. Chia decidió apuntar a la gama más alta del mercado, el lujo.
Castello Romitorio nace pues como una inspiración creativa, casi un proyecto artístico. El entorno de la bodega está salpicado de esculturas y restos arqueológicos, las etiquetas de las botellas son pinturas de Chia y quienes lo producen hablan de él con metáforas. Pero no se dan importancia, el ambiente es muy casero. Sorprende descubrir que lo hacen cuatro gatos. En la bodega, a la hora de comer, sus empleados despachan un plato de pasta entre grandes cuadros y fotografías, como en un salón familiar. En total, unas veinte personas. Entre ellos está el director, Filippo Chia, hijo de Sandro, simpático y despreocupado. La historia del relevo también nace de un impulso. Tampoco era nada obvio que Filippo se dedicara a esto. Tenía 22 años, vivía en Nueva York y se acababa de licenciar en fotografía y antropología. No sabía casi nada de vino, pero se hizo cargo de la empresa. Pasó de la metrópoli al microcosmos, una síntesis de lo que es esta bodega. «Fui aprendiendo con las orejas bien abiertas, con atención y humildad», recuerda. Además tenía un obstáculo añadido: la ruptura de su padre con un socio de la firma hizo que perdiera parte de la distribución. «Me tuve que recorrer el mundo con un maletín y volver a construir una red de clientes», relata.
Filippo, que ahora tiene 27 años, se tomó el oficio como su padre. Desde pequeño ya tuvo una formación peculiar de cómo afrontar la existencia. Creció solo, en compañía de adultos y no de los más normales. Veía pasar por casa a personajes como Ginsberg o Basquiat. En el torreón de Romitorio, que en época romana ya se cita como prisión de monjes rebeldes, se ven dos retratos que le hizo Warhol cuando era niño. La torre ahora es de tres pisos, con un billar y una biblioteca, donde vive Filippo, un poco como un fantasma: «Estos lugares siempre son de paso, nunca eres propietario, sólo custodio». Él se considera, sobre todo, fotógrafo y habla del vino de forma plástica, y de la química de la maduración de la uva como del revelado de negativos. «El vino es una transformación de lo elemental a lo sublime, un viaje y retiene la memoria de ese viaje cuando lo bebes», reflexiona.
Más tarde conduce el coche hasta la colina de uno de los viñedos para mostrar de lo lejos que viene esa memoria. La uva crece entre 280 y 450 metros de altura, en un clima modulado por el aire frío del monte Amiata y el caliente del valle de Orcia. A 45 kilómetros está el mar, siempre hay brisa. Aquí crece el Brunello, al otro lado de las colinas, el Montepulciano, otro tinto famoso, y más allá está Orvieto, tierra de vino blanco. Es una comarca bendita, pero pedregosa. Un día fue el fondo del mar, aún se encuentran conchas. No crece otra cosa más que la vid y el olivo. Era su destino dar vino. También la historia geológica cuenta. Si se arranca una uva, negra y gruesa, tiene un sabor dulce e intenso. Es Sangiovese.
Para de llover y nueve hombres salen a trabajar. Es inevitable preguntarles si son ellos los del vino número uno del mundo. «Sí, aunque no lo parezca», responden con sorna. Lograr lo mejor en absoluto es una suma de pasos perfectos. Estas vides, por ejemplo, fueron plantadas a finales de los ochenta a una profundidad mayor de lo habitual, 1,20 metros. «Ahora son una bomba», dice Filippo. Antes de llegar a la vendimia, durante el resto del año, también se logra parte del resultado. Se limpia, se poda, se medica. Luego, en veinte días se arriesga todo. Se toman las decisiones que marcarán el vino que se descorchará dentro de cinco años. «La semana pasada muchos se lanzaron a recoger, nosotros decidimos esperar. ¿Cómo saber el momento? Está la técnica, ver los azúcares y la acidez, pero también es intuición. Como regla general, si la uva es bella es buena», explica Stefano Martini, el jefe de bodega, citando una máxima moral italiana que se aplica a todos los niveles de la vida. Confiesa que cuando supo del premio se puso a llorar. En realidad, al decirlo se vuelve a conmover. A todos por aquí les parece increíble que su pequeño mundo, tan normal, sea modélico.
Sandro Chia revela que la clave del vino es su gente, delegar en ella. Admite que cuando empezó no entendía mucho de vino, y tampoco ahora: «Se hace como que se entiende, pero saber de vino es un sexto sentido. Cuando ves trabajar a un enólogo te das cuenta de que va más allá de la relación profesional, dialoga con el vino. La gente que está en la viña está enamorada de lo que hace». El enólogo de la casa es Carlo Ferrini, uno de los puntales del éxito. Sobre el terreno, al volante de un tractor, está Riccardo, uno de los viejos lobos del lugar. Cuenta que la vid se comporta de forma suicida. Si el año es malo hace lo que sea para sacar adelante los racimos y luego se seca. El olivo, no. Si ve que no puede, suelta su fruto. «La vid necesita al hombre, la tienes que ayudar», explica. Es una antigua alianza.
Las mujeres lo hacen mejor
Al margen de la poesía, la técnica es escrupulosa. Al descargar la uva tres personas siguen apartando en una cinta transportadora las feas, y por tanto malas. Y otras tres quitan las últimas hierbecillas. Por alguna razón misteriosa, lo hacen mejor las mujeres. Luego la uva se introduce en grandes cubas de metal. Aquí no se usan bombas, sino que se ‘pisan’ con un lento martillo mecánico que simula el ritmo humano, una máquina que usan pocas empresas. «Hay que respetar la velocidad de cada cosa. Es como cuando vas a la primera cita con una chica. Es mejor ir andando», comenta Filippo acariciando a su perro, Otto. Después de tres meses en estos tanques el vino pasa a las barricas. Son francesas, de roble cortado en enero con luna menguante, cuando menos resina tiene. El vino pasa ahí dos años. Hay viejos toneles de 500 litros y otros más pequeños, nuevos, que aportan perfume de madera. Eso permite después combinar la mezcla ideal. Luego, otros dos años en botella. Las cajas descansan a veinte grados y con una humedad precisa entre esculturas. Todo es tan genuinamente italiano –la vena artística, la artesanía monacal, la escala humana, la calidad excelsa, la belleza como valor ético– que parece sacado del tópico, pero es real. Cuando Italia hace lo mejor que sabe, suele ser lo mejor del mundo. Es una acumulación de fuerzas que progresan hacia lo bello y lo bueno. En este caso, un vino sublime. Sandro Chia cree que todo se basa en la pasión: «Si te enamoras ya no hay reglas. El tiempo se acelera, se comprime. Tienes la técnica, pero el arte viene después. Y no basta la voluntad, hace falta la gracia».