Editorial

Al modo norcoreano

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La tardía promulgación del nuevo reglamento de extranjería por parte del Gobierno, que había anunciado su aprobación para el pasado mes de mayo, es un reflejo más de las muchas dudas e incoherencias que la política de inmigración suscita en el conjunto de las instituciones y partidos. El director general correspondiente del ministerio de Trabajo, Markus González, avanzó ayer que les será renovado su permiso de residencia a aquellos inmigrantes en situación de desempleo cuyas parejas legales cumplan los requisitos económicos para permanecer en España. La medida parece justa, puesto que el paso a la situación de parado puede suponer, de lo contrario, un doble quebranto: la pérdida del citado permiso y una seria dificultad para mantener el compromiso de convivencia entre dos personas, con penosas consecuencias para las personas que dependan de ese vínculo. Las contradicciones que el gobierno de Rodríguez Zapatero ha ido mostrando en su política de inmigración han obedecido en gran medida a la imparable destrucción de empleos, que ha tenido efectos muy severos entre las personas venidas a España atraídas precisamente por la posibilidad de trabajar y acceder a una vida digna. Destrucción de empleos que, por otra parte, ha dado pie a la gestación de reacciones xenófobas en distintos lugares de la geografía española que amenazan con ser interiorizadas por algunos dirigentes políticos locales o regionales. Pero en la era de la globalización una sociedad democrática no puede regular sus flujos migratorios como si se tratara únicamente de un factor económico y de desarrollo. Ningún gobierno europeo debería emplear los sucesivos reglamentos de extranjería como una llave de paso que se abra y se cierre a tenor de que se precisen más trabajadores o se generen excedentes de mano de obra. Desde luego no sin establecer previamente unas bases de partida que garanticen la realización de los derechos ciudadanos y favorezcan el arraigo personal y familiar en el país de acogida. Entre otras razones porque solo una sociedad verdaderamente abierta se beneficiará económicamente de las migraciones propias de la globalización, como se han beneficiado todos los españoles en los años de crecimiento.

Una vez no son veces y el régimen norcoreano decidió súbitamente abrir el país a la prensa extranjera. La razón era mostrar al mundo cuánto quiere el pueblo a sus dirigentes, con qué vigor aplaude a las gloriosas fuerzas armadas, y, lo que más importaba, mostrar al nuevo líder en potencia, Kim Jong-un, un veinteañero cuya cualidad principal es ser hijo del saliente, Kim Jong-il y, por tanto, nieto del venerado y fundador del régimen, Kim Il-sung. Todo va bien, pues el mundo pudo ver el desfile, muchedumbre, ballet militarizado y las amplias avenidas de Pyongyang por las que circulan muy pocos automóviles y en su gran mayoría oficiales. El régimen montó así el espectáculo, previsible, teatral y ridículo desde una óptica de normalidad social y política. Detrás de las bambalinas queda lo de siempre: la unanimidad por decreto, la miseria económica y social, un aislamiento internacional ganado a pulso y una dictadura paleocomunista al servicio de lo único que lleva al país a los titulares de prensa: su avanzado programa nuclear. Con todo, y con paciencia franciscana, Occidente, Rusia, Japón y China, su vecino e interlocutor privilegiado, siguen con la mano tendida en el dossier atómico. Nuevo líder, mismo clan, mismo aburrimiento e idéntica tristeza.