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Males en la raíz

JUAN MANUEL BALAGUER
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El día que llegamos a Tirana rodaba por los suelos, con un hondo lamento de campana, la ciclópea escultura del dictador Enver Hoxha. Con ese determinado gesto de bramante turbamulta, sus hastiados súbditos, con inocencia medieval, creían convocar a la democracia. Así de sencillo. Lamento recordar que a mí me correspondió el descorazonarlos y, aún hoy, me duele el alma como me dolió entonces. Afrontar la responsabilidad de emitir un dictamen, de responder a una consulta, conlleva cargar con la cruz de ser sincero, honesto, sin incurrir en el desprecio, la descalificación, y menos aún en la falta de respeto hacia aquel o aquellos que, esperanzados, lo demandan. En este caso, los que solicitaban la orientación, acababan de autoproclamarse ministros del nuevo gobierno, el primero que deseaba con vehemencia desposeerse del tufo hediondo del totalitarismo.

En un país aislado durante muchos años, cuya sociedad había padecido sucesivos fracasos de modelos de convivencia comunistas, unos de diseño interno, espontáneo, y otros de importación, hasta de China, entender, súbitamente, que su porvenir dependía del sufragio universal, les complicaba la ingesta y la digestión, incluso a aquella cohorte de ilustrados líderes que nos convocaron. Porque entender que la soberanía radica en el pueblo, mejor, en la Nación, suele olvidarse con demasiada frecuencia, incluso en países avanzados, siendo más cómodo ejercer el derecho al voto sin demasiada reflexión, conocimiento, ni cautela, inhibiéndose de todas las responsabilidades inherentes al ejercicio de ese derecho constitucional. Resulta más sencillo seguir en la rutina de la indecencia, el fraude, el absentismo, la insolidaridad, la improductividad o la molicie, seguir rumiando tras la urdimbre de la falta de respeto al prójimo y sus derechos, que complicarse la vida militando por la defensa de una sociedad sana y productiva, en la que la disipación de la riqueza no dependa únicamente de la justicia social, sino de la corajuda toma de conciencia de que el bien común debe imperar sobre cualquier abuso ejercido por una parte sobre el todo. Intentar salir del atolladero, de cualquier tipo de atolladero, delegando ciega y estultamente en el Gobierno, cualquier Gobierno, resulta ser un cretino ejercicio de inmadurez, una inmoralidad, para inculparlo seguidamente como único autor de todas las faltas y delitos. Las atribuciones que tiene la Nación, como voz soberana del común, son delegables pero esa delegación funcional no exculpa al delegante de las responsabilidades de la estricta vigilancia, como tampoco la exime de culpa ante la dejación de sus facultades y obligaciones. Los problemas del Estado, son los problemas de la Nación y no de su Gobierno, exclusivamente. Las naciones subdesarrolladas dimanan de pueblos subdesarrollados.