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Editorial

Bochorno ecuatoriano

El presidente Correa, guste más o menos, tiene el derecho a terminar su mandato

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La posibilidad de que estuviera en marcha en Quito un golpe de Estado en toda regla planeó en la tarde del jueves sobre la perpleja opinión ecuatoriana e internacional. Sin noticias previas sobre indicios subversivos y en ausencia de graves incidentes, la rebelión de la Policía contra las decisiones del Gobierno en materia de retribuciones, pluses, bonos, promociones y otras lindezas tomó el aspecto amenazante de un intento de 'putsch'. Afortunadamente no fue así y una intervención de unidades de elite de las Fuerzas Armadas acabó con el bochornoso espectáculo de un presidente elegido secuestrado de hecho en un hospital, ligeramente herido y a merced de cualquier incontrolado. Si es lícito preguntarse si los comandos militares no pudieron actuar con más rapidez, eso no empaña lo que parece un inequívoco posicionamiento del Alto Mando al lado del gobierno legal. Esa es la única lección positiva de un confuso y vergonzoso motín que provocó con una reacción fulminante una condena sin paliativos del mundo entero. Empezando, como debe ser, por la Organización de Estados Americanos, que se movilizó de inmediato y preparó una sesión de emergencia en Guayaquil con base de partida en Lima para presentarse físicamente en el país en apoyo de las libertades públicas y contra todo intento golpista. No hizo falta porque en menos de doce horas la situación evolucionó hacia la normalización y el triunfo de la legalidad constitucional. Dicho esto, es lícito interrogarse sobre la posibilidad de que la inesperada rebelión policial haya sido ambientalmente favorecida por la situación política en su conjunto, en un momento de tensión entre gobierno y oposición. El presidente Correa, en efecto, equivocándose, está sopesando disolver el parlamento y gobernar un tiempo por decreto, lo que le permite la Constitución bajo ciertas condiciones, y encuentra hostilidad. incluso en las filas de su partido. Pero ni así se puede excusar la mascarada: los golpes a la vieja usanza, conocidos por los ecuatorianos, habituados a los líderes demagógicos y la inestabilidad casi crónica, han pasado a la historia. Y Correa, guste más, menos o nada, tiene el derecho a terminar su mandato sin que un policía le mueva el sillón.