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Tribuna

¿Somos idiotas?

JUAN LUIS PULIDO BEGINES
CATEDRÁTICO DE DERECHO MERCANTIL DE LA UNIVERSIDAD DE CÁDIZActualizado:

Decía Ortega que en España «tenemos una marcadísima inclinación a objetivar toda responsabilidad y toda culpa». Históricamente, el origen de todo lo que nos pasa tendemos a atribuirlo siempre a otros: a los políticos que nos roban, a la pérfida Albión, a los elementos naturales, etc. En la actualidad, la situación de nuestro país puede calificarse como preocupante y, una vez más, parece que los españoles no pensamos ni por un momento en que acaso cada uno de nosotros somos corresponsables, a título individual, del mal estado de la vida pública.

En el día a día, sentimos nuestra contribución en el ámbito público sólo respecto a los valores positivos: el mérito de una transición pacífica todos lo hacemos nuestro, como el éxito deportivo o las ayudas y servicios públicos, que todos reivindicamos sin dudar como conquistas irrenunciables. Sin embargo, cuando se trata de compartir responsabilidad por lo que no va bien, siempre son otros, o conceptos etéreos como «el sistema», los que deben cambiar o actuar.

Un ejemplo muy significativo de esta facilidad nuestra para compartir virtudes y no defectos es la dejación de la política que hoy hacemos los españoles. Recuperando el término de «idiotas» con el que los antiguos griegos designaban a quienes se inhibían de los asuntos públicos, podríamos decir que el número de ellos crece entre nosotros.

No puede sorprender que el panorama de corrupción e ineptitud que tenemos ante nuestros ojos provoque un desinterés creciente por la política, justificado habitualmente con el doble argumento de que todos los políticos son iguales y de que nada pueden hacer los ciudadanos individuales para cambiar el entramado de intereses mezquinos creado en torno a los partidos. Pero, si analizamos con franqueza estas disculpas, vemos que son sólo eso: excusas cómodas para revestir nuestra abstención y enmascarar nuestra docilidad con el poder mal ejercido. Su objeto es crear la sensación de que desentenderse de los asuntos públicos es el resultado de un juicio razonado y razonable sobre la política, cuando en realidad sólo es un prejuicio antidemocrático que no es nuevo; muchos todavía recordarán el cartel de «Prohibido hablar de política» que lucían durante el franquismo algunos bares, el mismo que colgaron recientemente, para «evitar problemas», en el hogar del pensionista del pueblo jiennense de Arquillos. En los últimos años, empieza a ser frecuente en muchos ámbitos una renuncia a hablar de política, bajo el argumento de que se trata de una costumbre de mal tono y una falta de educación.

El panorama que ofrece hoy la política española impide esperar de los ciudadanos una afiliación masiva a organizaciones políticas que actúan más como gestoras de intereses particulares que como medio para cambiar la realidad. La «disciplina de partido», la falta de democracia interna y la tendencia al fulanismo de nuestro sistema de partidos hace muy difícil la militancia de personas con criterio propio. Aquí se sigue más a un jefe que a un programa, y eso tiene difícil remedio. Pero el hecho de no militar en un partido no puede en modo alguno hacernos renunciar a la política. Todo lo contrario. La democracia es el sistema político que exige de sus ciudadanos una mayor responsabilidad y preparación. La desidia del español que se reconoce apolítico -y hasta presume de ello- es una lacra que socava la base misma de la organización democrática y denota en quien adopta esta actitud una forma de indolencia incompatible con el espíritu de libertad y participación que sostiene a toda sociedad que aspira a autogobernarse.

Sin participación política no es posible nuestra subsistencia como sociedad democrática. Una renuncia masiva al seguimiento de lo político conduce al absurdo de entregar enteramente la gestión de los asuntos públicos a políticos profesionales. En la historia de España tenemos ejemplos sangrantes que nos aleccionan sobre lo peligroso que puede ser este caldo de cultivo, ideal para que surjan «salvadores» de la patria.

Antes de que el problema de la abstención electoral y del fatalismo político se enquiste y degenere, hace falta un cambio en la actitud y en la sensibilidad del ciudadano de a pie, una recuperación de la conciencia de su importancia para la salud de nuestro sistema político que, no lo olvidemos, es el único que históricamente ha logrado garantizar mínimamente la libertad y la igualdad jurídica de los ciudadanos.

¿Podemos hacer algo al margen de las fuerzas instaladas en el poder? Sí. Podemos protestar. Podemos discrepar, razonar en voz alta sin pereza egoísta ni cálculo de conveniencias. No atreverse a opinar y a protestar por la situación actual es colaborar con su perpetuación. Los medios de comunicación, cualquiera, suelen ser buen remedio contra los atropellos, la injusticia o la necedad. Lleguemos a ellos.

Otro remedio efectivo es la creación de movimientos ciudadanos encaminados a finalidades específicas y tangibles. Comparada con las sociedades civiles de nuestro entorno, la española es débil. Precisamente las peculiaridades de nuestro sistema de partidos nos obligan a contrarrestar su peso a través de asociaciones que den vida a la participación ciudadana.

Pero, sobre todo, es necesario que los ciudadanos no deleguemos nuestra parcela de poder político soberano con cheques en blanco cada cuatro años, sin exigir responsabilidades a quienes designamos como representantes. El nepotismo y la corrupción no son fenómenos irremediables de la naturaleza con los que un hado perverso nos fustiga, sino el fruto de nuestro silencio y de la propia dinámica del poder. Si todos adoptáramos una postura de intransigencia absoluta y activa esos comportamientos se verán, si no eliminados, sí fuertemente atenuados.

Vale la pena preocuparse por la política, y no sólo por la nacional, ya que no sólo estamos en el mundo, sino que formamos parte de él. El desánimo nunca puede llevarnos más allá de lo que Carmen Iglesias denomina «pesimismo enérgico», que es el que reconoce la dificultad de las cosas, pero no paraliza nuestra acción, porque «la eterna tela de Penélope que es la democracia exige la participación consciente de los ciudadanos».