LA ESPERANZA COLECTIVA 20 2

¡A las Cortes! ¡A las Cortes!: una historia de 200 añosXxsxsxsxlllsxsxsxsx xsxsxsxsxsxsxsx

PROFESOR DE LA UNIVERSIDAD DE CÁDIZ Actualizado: Guardar
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No puede decirse que la tradición parlamentaria española sea modélica en relación con las culturas políticas de nuestros entornos más próximos. La regresión fernandina, los convulsos avatares del XIX o la fuerte esclerosis anti-liberal del régimen franquista son algo más que meros obstáculos o accidentes, pues suponen el sistemático rechazo de uno de los momentos más vibrantes y brillantes de la cultura política española, a pesar de los juicios tan negativos que don Marcelino Menéndez Pelayo acuñara en torno a la tradición parlamentario-liberal española, como uno de los pilares de su feroz y cainita «anti-España», pues para el erudito y polígrafo santanderino todo ello le resultaba ajeno, extraño, «heterodoxo». Para él, todo aquello no era su España.

Y, efectivamente, tenía razón en ello, pues esa magnífica reunión de las Cortes en la Isla de León no era sino una espléndida «rara avis»0, una peculiar y utópica heterodoxia, que pretendía romper con los modos tiránicos del poder (algo, por cierto, siempre tan español), y centrar su protagonismo en la voz libre del ciudadano libre. Para don Marcelino, ultracatólico, ultramontano y filólogo arropado en cierto hedor etílico, no era extraño que lo que había acontecido en la Isla le resultara mucho menos español que sus exageradas exaltaciones del Cid, Calderón de la Barca o el Corazón de Jesús, referencias anacrónicas de un tiempo, como diría Machado en sus versos, que no son de ahora ni de mañana, sino de un ayer empeñado siempre en no pasar nunca la página del tiempo, aunque para ello fuera necesario derramar sangre española o convocar los fantasmas de esas dos Españas que preludiara el apóstata Blanco-White, español de pura raza como alma perdida fuera de España.

Y es que no conviene perder la perspectiva de la historia, pues el siglo XIX supone una lucha constante, frente al imaginario exageradamente reaccionario, por imponer dicha tradición parlamentaria que se inauguraba entonces en el hoy Real Teatro de las Cortes. Un propósito sobre el que van a reincidir lo mejor de nuestro pensamiento más avanzado, con la colaboración de artistas, pintores, ilustradores, novelistas y dramaturgos, además de políticos: Cánovas, Sagasta, Pérez Galdós, Blasco Ibáñez, Salillas, Machado, Ortega, Azaña, mediante una serie de proyectos literarios e iconográficos de corte pedagógico a los que no escapa ni la gran novela histórica, ni la pintura, ni el grabado de la segunda mitad de siglo. Se partía, pues, en todos los casos de una nueva concepción político-cívica del texto literario y la imagen al servicio de dar a conocer una controvertida tradición que chocaba, en numerosas ocasiones, con el propio presente, con el que había que advertir unas ciertas simpatías y proximidades que recogieran el testigo de las primitivas Cortes de la Isla.

Se pretendía con ello, además de trazar las líneas más básicas de esa tradición un tanto desmemoriada, dar respuesta a muchas de las expectativas que se habían creado en la sociedad española a partir de la Gloriosa del 68, especialmente en los momentos del feliz periodo de la Restauración, cuyas identificaciones parlamentarias necesitaban esos referentes que, con el paso del tiempo, habían sublimado muchos de sus aspectos más revolucionarios y revulsivos, en aras de una paz social y política, que el tiempo futuro determinará como una utopía imposible, más allá de algunos escasos y breves fragmentos de nuestra historia contemporánea, incluyendo la más reciente.

Y es que el especial significado de lo que en la Isla de León acontecía hace ahora doscientos años tuvo, frente al fervor popular que bien retratara Galdós en sus Episodios nacionales, en '¡A las Cortes! ¡A las Cortes!', otra memoria de rechazo, olvido y exilio, que necesitaba también, con carácter muy urgente y sin ningún tipo de demora, ese justo reconocimiento y reparación de la memoria histórica como el momento en que nacía la España moderna, parlamentaria y democrática, tantas veces pisoteada, y que era el momento, justo ahora doscientos años después, de reconocer como el principio del fin de la oscuridad y la tiranía, aunque también como el principio de un nuevo discurso histórico y una nueva sociedad que, no obstante, no sería plenamente consciente de sus orígenes parlamentarios hasta la llegada de la última descendiente de la Constitución gaditana, la Constitución de la Democracia del 78, arropada desde unos nuevos aires de libertad y consenso ejemplares (los años de la Transición), una vez superados ya muchos de los miedos de esa España oscura e insensata, que ahora sólo se refugiaba sólo en los libros de historia y en alguna que otra novela. Ya no era el tiempo del Manifiesto de los Persas.

Pues ahora no es mera ficción la alegría galdosiana y podemos gritar (hemos gritado) ¡A las Cortes! ¡A las Cortes!