
El Juli no se cansa ni en otoño
Un extraordinario toro dentro de una variada corrida de Cuvillo en la que Talavante no supo aprovechar la oportunidad
LOGROÑO. Actualizado: GuardarLa corrida de Cuvillo fue variado surtido de pintas, tipos, líneas y edades. Es larga la ganadería. Dos toros jaboneros charrengues, con las cinco hierbas los dos, sólo que el tercero, lesionado por la divisa, apoyaba sin coordinar y, sin haber llegado ni a caerse fue devuelto. Los dos jaboneros, el devuelto y el quinto, eran de estirpes y hechuras diferentes. El quinto, construido de arriba abajo, fue gallo de pelea, de los de puntear el engaño, gatear y revolverse con aire celoso. Pero no se defendió. Ni descolgó tampoco. El Juli sacó el látigo cuando le vino en gana hacerlo y, como decían los clásicos, metió al toro en el canasto. No fue sencillo. Las tres tandas de látigo en ristre en los medios tuvieron la proverbial autoridad de El Juli cuando se remanga o se propone someter a un toro que se resiste, como ese quinto de Cuvillo, que frenado de salida, las manos por delante, no se dejó ni traer ni mecer en los vuelos del capote. Dolido en banderillas, salió desengañado de cinco muletazos por delante. Toda la faena fue en los medios, sin gota de retórica ni pausas n i trasiegos ni tiempo que perder.
Cuando a Julián le pareció cuajada la torta, soltó el toro en los medios y se fue hasta casi la barrera para cambiar de espada.
Cerró al toro y lo dejó cuadrado con muletazos de buen dominio y, al salto, atacó con la espada. Entera la estocada, ligeramente desprendida y de lentísima muerte. Tres veces se arrodilló el toro mientras, perdida la vista, le brotaban de la boca cuajarones de sangre, pero ninguna de las tres veces llegó a rendirse, sino a volver a auparse. Le habían sacado la espada, pero ni así se echaba el toro. Esta muerte tan resistida, más de tragar sangre que de bravura refinada, provocó a la gente. Hubo quien exigió a El Juli que tomara el descabello y Julián, tan prudente por norma, tuvo que hacer a quien reclamaba gestos de que a un toro que está para echarse y ciego de muerte no se le puede descabellar. La paciente manera de acompañar la muerte del toro tuvo torería. Para el toro se pidió la vuelta al ruedo. Sin más argumento que el de la larga agonía, que, por larga, abrió paso a un aviso.
Dos jaboneros, que se quedaron en uno; un colorado terciadito y de bello remate, que fue el primero de El Juli salió noble como un juguete y jugó con él; y tres negros. O cuatro, con el sobrero. De los dos de El Tato, el primero, bizco, descarado y ofensivo, pareció uno de aquellos núñeces de Cebada Gago que el propio Raúl mataba todos los años en la vieja Manzanera; el otro, de anchos pechos y abierto de palas, fue como los toros de la primera época de Cuvillo, con predominio de sangre Osborne. Se traslucía en la nobleza del toro, con el que Raúl anduvo acoplado, templado y a gusto.
De los dos negros de Talavante, cinqueños los dos y a punto de pasar el tope reglamentario de los seis años, el uno, el sobrero, talludo y cabezón, escarbador, se rebotó mucho. Talavante estuvo firme. Y el otro, un ratoncito de poco más de 530 kilos, fue el toro de la corrida. Bravo en los tres tercios, tan brioso como templado, de sobresaliente fijeza. Cabeza rizada, badana colgante en la pechera, rabón, bajo de agujas, corto de manos. ¿Otro toro de Osborne? ¿O juampedro viejo? No todos los de Osborne son como los de la carretera. Este fue una delicia de ver, porque vino a todo sin negarse, y largo por las dos manos, acá, allá y acullá.
Talavante se encajó pero en una faena salpicada de cabizbajos paseos y cortes tan caprichosos, exagerados e inoportunos que el hilo de la cosa se perdía. Estatuarios de apertura, manoletinas o algo así de cierre. Y, luego, media estocada tendida soltando el engaño y doce descabellos.