El museo del carnaval
Actualizado:Habrá que hacerlo sí o sí, pero permítanme ustedes que les presente mis dudas sobre la necesidad de un Museo del Carnaval, ese que lleva tanto tiempo planteándose que es casi una leyenda urbana de nuestro entorno. Más allá de dónde se levanta y con qué pasta, yo sigo sin saber con qué se rellena, y para qué puede querer hacerse. El carnaval es, o debería ser, o fue en su tiempo, improvisación, vuelapluma, gesto y palabra en el momento, magia de lo irrepetible, poesía oral contemporánea de lo nuestro. Humor y lírica en estado puro. Y un museo es, ay, una caja de mármol llena de cosas muertas de pasados remotos que por desgracia aburren a los escolares, en tanto no son interactivos poque no nos hemos puesto al siglo, y despistan a los guiris.
El carnaval, que se ha ido profesionalizando, parece que necesita una pátina de prestigio que para mí es innecesaria. Con esta manía nuestra de sacralizarlo todo, me pregunto qué objetos, recuerdos, souvenires o lo que sea pueden mostrarse al público: ¿disfraces, libretos, pitos de caña, bombos y cajas, una remesa de martillos Chiu-chau, papelillos?
Otra cosa sería, claro, un centro de estudios carnavalescos, una casa de las artes, un depositario de cintas, grabaciones, videos, estudios, un lugar de consulta más parecido a una biblioteca, si les place. Un sitio que pudiera ser a lo mejor también taller de artesanos, sede de conferencias y hasta academia de ensayos generales y/o pases previos de selección para el concurso oficial. Una cueva de Ali-Babá donde se depositara nuestro folklore y donde se pudiera tener acceso no para contemplar (el carnaval se contempla mejor en su salsa, o sea, en la calle), sino para cotejar, para aprender, para recordar. O sea, una instalación moderna que vaya más allá del típico museo pueblerino. Y, si acaso, vale, que tuviera un «salón de la fama» donde mostrar esos disfraces y pitos de caña históricos y, por supuesto, exposiciones monográficas e itinerantes dedicadas cada año, por ejemplo, al autor homenajeado, a los antifaces de oro, al pregonero de turno.
El carnaval se hace para quemarse con el Dios Momo. Es profano y divertido, es transitorio, y lo hacemos todos, el pueblo de Cádiz. Porque otra cosa será poner el carnaval al gato de quién gestiona ese museo, quién enchufa a quién, cómo lo convertimos en arma arrojadiza de unos contra otros. Tiempo al tiempo.