Diop
Actualizado:Nacido en San Luis de Senegal, Diop era cocinero y, en sus ratos de reposo laboral, «marabout». Trabajaba en nuestra casa de Nouadhibou, Mauritania. Nunca llegué a saber cómo se las apañaba para ejercer su segundo oficio de predicador, dada la parquedad de su verbo, mas sin embargo incontables ocasiones tuve, durante años, de maravillarme, hasta la gula, de sus habilidades de cocinero multicultural, desde la pastelería más refinada, pasando por las lentejas estofadas, guiso que le solicitábamos por aclamación, hasta los muselinas u hojaldres, dignos de los hermanos Troigros. Su magistral sazón, su punto, eran fruto de mucha dedicación y estudio experimental.
Grande y enigmático como un baobab, el color azabache pulido de su piel, contrastaba con el celeste de Murillo de su «darrah» y su turbante, impolutos y planchados siempre, hasta parecer de papel. Se incorporaba al trabajo al albor, por gusto, no sin antes pasar por el mercado del Kairam, para hacer la compra diaria, ceremonia ritual, técnica, que cumplía, por voluntad propia, como los grandes «cordon blue», expertos en cocina de mercado. Nada más llegar, se despojaba con parsimonia de su ropón sacerdotal y se investía de cocinero, su otro sacerdocio. Tras esta mutación, en él congruente y vecina, oraba en el patio, musitando suras con gran entonación.
Muchas veces, por obligaciones del guión social de los europeos transterrados en África, debía preparar cena para decenas de invitados, lo que acogía con regocijo, como un halago, sonriendo, diría que con lascivia, aún cuando esas cenas trastocaran considerablemente sus horarios, nunca impuestos, pues cocinar para dos no le permitía lucirse. Los varios menús los confeccionaba él. Conocía al dedillo los gustos de nuestros comensales habituales, sus otros devotos, deleitándose en deleitarlos. Unas veces cocinaba a la senegalesa, siempre que recibíamos a neófitos, otras a la francesa, y otras a la española, con un ortodoxo primor, cuando sabía que la mayoría de los comensales eran carpetovetónicos nostálgicos.
En esos auténticos banquetes, ayudaba a Hamadi a servir la mesa, jovenzuelo bondadoso y torpón, vistiendo casaca con botonadura dorada y alzacuello, pantalón almidonado, níveos, y ¡guantes!, vestuario elegido por él y que jamás le exigimos. En los años que estuvo a nuestro lado, casi ya como amigo, jamás dejó de trabajar un solo día. Jamás escurrió el bulto, ni se escudó en un arrechucho de malaria. A él su trabajo le honraba, le realizaba, le acreditaba, a la vez que le permitía cobrar un salario que centuplicaba el salario medio de sus convecinos sin oficio. Un monumento al obrero.