El perdón y la política
El Estado podrá suspender la aplicación de las penas que marque el código penal pero quien puede suspender la vigencia por el daño causado es la víctima
INVESTIGADOR DE CSIC Y PREMIO NACIONAL DE ENSAYO Actualizado: GuardarEl final previsible de ETA obliga a pensar el día de después. El final de la violencia no será el final de la fractura social que esa violencia ha causado. Quedaría entonces pendiente la tarea principal, a saber, construir la convivencia. ¿Pero, cómo imaginarla en una sociedad con tantas heridas?
No podemos dejar para el día de después la respuesta. De hecho ya hemos empezado a hablar de ello. Hace un mes cayó detenido Aguirresarobe, el terrorista que disparó cuatro tiros a la cabeza de Joseba Pagazaurtundua. Su hermana, Maite, preguntada por el perdón respondió: «si se arrepiente, estoy dispuesta a perdonar.pero ha de ser un arrepentimiento de verdad, es decir, ha de colaborar activamente en acabar con ETA».
Una de las piezas de la convivencia, tras la larga noche del terror, es efectivamente el perdón, una categoría que suscita rechazo sea por su ascendiente religioso sea por el abuso que suele acompañar su uso. Se abusa del perdón cuando, como en casos de autoamnistías (Pinochet) o de amnistías forzadas (Raúl Alfonsín), se le utiliza para conseguir la impunidad. Perdón no significa impunidad y tiene que insertarse en un proceso marcado por la memoria de las víctimas.
En cuanto al rechazo debido al cariz religioso del término bastaría recordar que también lo tienen conceptos tan indiscutibles como fraternidad, igualdad o compasión. Lo que importa es si podemos pensar el perdón como virtud política al alcance de cualquier ciudadano.
Hanna Arendt, que es de los pocos pensadores que han reflexionado sobre la dimensión política del perdón, dice que sin él no hay posibilidad de un nuevo comienzo.¿Por qué el nuevo comienzo o la convivencia real dependen del perdón?. Porque libera, a quien padece el mal como a quien le causa, de las secuelas del crimen. Quien comete un crimen queda atado de por vida a ese daño irreparable. También para las víctimas ese momento se convierte, incluso contra su voluntad, en el eje de su vida futura. Primo Levi decía que recordaba el año escaso que estuvo en Auschwitz en tecnicolor, mientras que el resto de sus muchos años de vida, en blanco y negro. Para él, liberarse del crimen significaba poder integrar esa fatal experiencia, a la que le obligaron, en el resto de su vida que él había programado. Para el autor del crimen, liberación significa poder transformar el daño irreparable en compromiso contra toda forma de violencia.
Ese doble cambio solo es posible mediante la virtud política del perdón que es un gesto gratuito pero que no se da gratis. Es un gesto gratuito porque solo puede otorgarlo la víctima. El Estado podrá suspender la aplicación de las penas que marque el código penal pero quien puede suspender la vigencia de la culpa por el daño causado, es la víctima. Ese gesto gratuito no se otorga, empero, gratis. El culpable tiene que comparecer y explicar cómo entiende ahora el acto que cometió entonces: ¿cómo una heroicidad o cómo un daño incalificable inflingido a un inocente?. Ese primer paso es capital y no es nada fácil. Aunque parezca mentira, entender que matar a alguien por una idea no es defender un programa político sino cometer un crimen, ha costado un mundo porque hay que poner en relación el daño al otro con la ideología de uno. Por sentimiento cualquiera puede acabar lamentando la muerte del otro, pero entender que la injusticia de esa muerte contamina el propio ideario político, es harina de otro costal. Y de eso se trata. A este primer paso tiene que suceder otro que Maite Pagazaurtundua exponía con toda claridad: arrepentirse de verdad significa asumir el compromiso de luchar activamente contra la violencia que él mismo practicó. Al reconocer que la violencia etarra fue la causa del daño que hizo al otro y del que se hizo a sí mismo, pasando de ser humano a serlo inhumanamente, su nuevo proyecto de vida supone optar por un tipo de vida política donde la violencia que él tan bien conoce quede fuera de juego.
Esta urgencia de pensar el perdón político va a coincidir con la entrada en vigor de las reformas del Código Penal, aprobadas en junio pasado, que declaran imprescriptibles «los delitos de terrorismo si hubieran causado la muerte de alguna persona». Puede resultar paradójico que mientras, por un lado, se predica la necesidad del perdón político, se declara, por otro, la imprescriptibilidad del crimen. Pero no son contradictorios porque se mueven en registros diferentes. Una cosa es el castigo penal y otra, la culpa moral. El Código Penal es un acuerdo entre representantes políticos sobre cómo castigar un delito. Desde ese punto de vista tan legítima es una legislación que reconoce la prescripción como la imprescriptibilidad. El perdón es una consideración moral que actúa sobre la culpa. Este perdón no solo no significa impunidad sino que tendría toda su razón de ser incluso en el caso de que el crimen prescribiera. Saldar la cuentas con la Justicia no es lo mismo que saldar la culpa por el crimen. El matiz que introduce el perdón es que la culpa tiene una dimensión pública que remite a la autoridad de la víctima. Lo que justifica la presencia del perdón es la salud moral de la sociedad que queramos construir cuando cese la violencia