Conciencia sin paciencia
Actualizado:Decía Oriana Fallaci que «hay momentos en la vida en los que callar se convierte en culpa y hablar una obligación. Un deber civil, un desafío moral, un imperativo categórico del que uno no se puede evadir». Se lo escuché decir en el despacho del banquero libanés Audi en París y lo escribí en una hojita de papel que he conservado dobladita, cumpliendo con un rito de papiroflexia respetuosa y digestiva. Formaba parte, como yo, de una heteromorfa comisión de análisis, convocada en 1983 por la Banca Audi, para dictaminar los efectos de la Guerra del Líbano, la que en aquellos años se dirimía conocida como Operación Litani. Me tocaba dimensionar las actuaciones técnicas y logísticas de una imprescindible reconstrucción en plena contienda de la arrasada red de frigoríficos.
Evaluar las posibilidades de éxito de esta complejísima y más que arriesgada operación, desde un elegantísimo despacho en el Rond Point des Champs-Elisées de París, investía a mis opiniones con un halo de involuntario cinismo, pues hasta allí no llegaba la metralla. Intenté concienciar a nuestros clientes de la ciclópea dificultad y el riesgo indiscutible que se asumía, y se me dijo: «Tomamos conciencia, pero sin paciencia». La paciencia, sin duda, es un atributo de la paz, y tomar conciencia de la dificultad de un acto humano inexcusable, desde la distancia confortable de un frío dictamen diagnóstico, linda con el predio de la cobardía.
Al escuchar a la Fallaci, me removí en el butacón y, una vez más en mi vida, sentí la presión en las sienes de la responsabilidad multidimensional. Aquella que convierte el riesgo en una trivialidad, sin invocar al heroísmo, don alocado del pavor. La silente pasividad con la que la Civilización Occidental contempla el desmoronamiento de sus cimientos metafísicos, mucho tiene que ver con los trémulos gestos de la cobardía. Tememos perder el mando a distancia de la televisión, la lujuria pantagruélica de nuestros supermercados, los servicios veterinarios para nuestras amaneradas mascotas, víctimas y verdugos de nuestra convivencia urbanita desarrollista, el consumo de bienes notorios y, en suma, los logros castrantes de la comodidad. La parsimonia apoltronada con la que ejercemos la filantropía modista, aplicada a actos de presunta redención del remoto menesteroso, desde la edulcorada adopción, hasta las campañas de ayuda orladas con los oropeles de la difusión mediática, se organizan sobre los bastiones del remordimiento. Hay que acometer actos impacientes y conscientes en bien del Humanismo y la Humanidad sin concertar con una cadena televisiva la salida de nuestra comitiva hacia la cretina gloria del cobarde ególatra redentor.