Editorial

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El rescate apela a la responsabilidad de los gobiernos y las ONG para que no se repita algo semejante

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La liberación de los cooperantes catalanes Albert Vilalta y Roque Pascual por parte de uno de los grupos de Al-Qaida en el Magreb Islámico, que los secuestró junto a Alicia Gámez hace 268 días, acabó con el calvario padecido por dos personas comprometidas y devolvió a sus familiares y allegados una alegría que comparten todos los españoles. El reciente asesinato del rehén francés Michel Germaneau demuestra hasta qué punto unos grupúsculos que se aprovechan del vasto territorio del Sahel africano y de la incapacidad de los gobiernos de la región para preservar la seguridad están dispuestos a todo para afianzarse como referencia emergente de esa galaxia etérea que persigue alcanzar un califato universal. La «acción de gobierno» a la que ayer se refirió el presidente Rodríguez Zapatero se ha mostrado eficaz, y la discreción compartida por los responsables del Ejecutivo, los familiares de Vilalta y Pascual y los integrantes de Acciò Solidaría permite imaginar la extrema complejidad de una negociación entablada frente a un grupo tan impredecible en sus reacciones. Pero la satisfacción general no puede conducir a que la opinión pública y las instituciones soslayen sin más las informaciones sobre el cuantioso botín obtenido por los secuestradores a cambio de la vida de Gámez, Pascual y Vilalta. La primera obligación de un gobierno es velar por la integridad de sus ciudadanos, y en este sentido era necesario que todos los esfuerzos se dirigieran a lograr la liberación de los secuestrados. Pero no hay principio solidario más importante que el de evitar poner en riesgo la seguridad de otros seres humanos. Es lógico que la necesidad de rescatar a unas personas concretas prevalezca sobre las potenciales consecuencias del dinero abonado a cambio. Es también comprensible que la sociedad española eluda pedir más explicaciones respecto a la actuación del Ejecutivo y al verdadero precio del rescate. Pero episodios semejantes al secuestro de los cooperantes españoles afectan con demasiada frecuencia a los países desarrollados como para que instituciones y ONGs no asuman como primera responsabilidad la adopción de medidas para evitarlos, incluida la renuncia a actuaciones solidarias con riesgo de generar más problemas que los que pretenden resolver.