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La estación del desamor

La vacaciones representan para las parejas una dura prueba, que se resuelve por lo civil o por lo penal

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El verano será la estación del amor, pero no de los matrimonios. Todas las estadísticas, tanto las de la paz como las del crimen, confirman que se trata de una época devastadora. Agosto suele ser el mes más negro del año en cuanto al número de mujeres asesinadas a manos de sus parejas, mientras que en septiembre recae tradicionalmente el más elevado número de procesos de separaciones conyugales. O se cree con fanatismo en las casualidades o se debe admitir que las vacaciones representan para las parejas una dura prueba, que o se resuelve por lo civil o por lo penal.

Por lo civil sucede así: una ha soñado todo el año con la semanita del todo incluido y, al llegar al destino, se percata de que el hombre del que un día se enamoró no es el mismo que tiene a su lado. Se apeó en algún recodo del invierno y ahora en la tumbona sólo queda el marido desconocido. Cuando hay hijos, el verano hace escapar la generosa ayuda de la rutina, fundamental si pensamos que una familia es, ante todo, un ejercicio de logística sublime y frágil.

Al quebrarse las costumbres cotidianas, afloran los reproches y los agravios mutos, todo lo sucio que ha ido camuflando a lo largo del pasado invierno. Salvo el deseo. Y ni siquiera se tiene a mano la excusa del estrés para eludir el débito conyugal. Tras un verano en servicios mínimos no queda otro remedio que parafrasear malamente a Neruda: es tan corto el amor y es tan largo el divorcio.

La resolución por la vía penal acapara las preferencias de los energúmenos incapaces de escuchar las palabras de despedida que ponen fin a su tiranía. Dicen las estadísticas que el 40% de los españoles culpa a las mujeres maltratadas por no marcharse de casa.

El dato no es tan desmoralizador como parece en un principio. Primero, porque se deduce que el 60% -mayoría de tres quintos- no las responsabiliza y hasta es probable que muchos se pregunten por qué no se va el maltratador de la casa. Y segundo, porque incluso quienes convierten a las víctimas en culpables no se refugian en el viejo «algo habrá hecho», sino que parecen no entender algo ciertamente incomprensible: ¿por qué una mujer libre no huye de su torturador?

La pregunta no es absurda, sino que está mal formulada desde el principio. Una mujer maltratada por su pareja no es dueña de sus propios actos. Esta mujer sufre en si un grave deterioro psicológico en el que ha caído lentamente y vive aterrorizada: su estado se acerca al síndrome de Estocolmo que padecen los secuestrados. Los prejuicios se parecen mucho a la ignorancia, pero tal vez las estadísticas estén incluyendo bajo el mismo rubro machismo y desconocimiento y nos hagan parecer peores de lo que somos.