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Opinion

Lecturas de verano

JOSEFA PARRA
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Cada estación tiene su misterio y su encanto: la primavera nos regala su eclosión floral, el otoño sus oros y sus brisas, y el invierno sus olores a leña y a hogar. Pero los veranos son únicos. Tienen una cadencia especial, un tempo lento, una languidez que alarga las horas a la par que las intensifica. Se vive más en verano: se conversa más, se ríe más, se juega más, se lee más.

Los recuerdos de veranos pasados, obviados los sudores de las noches y los sofocos de las siestas, tienen un tinte idílico. Cualquiera puede trasladarse a una memoria amable en un agosto de su infancia: el sol rebotando sobre paredes encaladas, el polo de nieve que sabía a fresa, los juegos interminables con amigos que tampoco tenían horario, las higueras de sombra generosa y fruto enmelado, el río (o la acequia, o la playa, o la tina de agua) donde apaciguar los calores del mediodía, el botijo de la abuela con su vientre fresco y su sutil toque de anís.

Entre mis recuerdos más amados del verano están las horas de lectura. Leía en la penumbra de la casa de El Torno, después del almuerzo; o en la azotea de la de Chipiona, aquel año en que fui consciente de que se acababa la infancia; o en la Puntilla, apoyada la espalda sobre la caseta de playa; o tirada en el suelo del cuarto de las niñas, buscando el frescor del terrazo, mientras mis hermanas dormían. Hubo muchos rincones de lectura estivales. Hubo muchos libros. Algunos volvían de un año para otro, como esos invitados habituales a los que se recibe con gusto. Es una suerte poder rescatarlos hoy, hojearlos de nuevo y notar que cada uno de ellos es capaz de devolverme, con una frase, con una página, las horas y las sensaciones de otros veranos ya lejanos. Y me siento confortada.