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Un país llamado Liberia

La correlación entre abundancia de recursos naturales y ausencia de democracia está objetivamente probada

ANDREA GREPPI
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Siente usted a la mesa a un Premio Nobel, símbolo de la lucha contra el racismo, a una actriz neoyorkina, con vocación filantrópica, a un campeón del cricket, a un productor musical, a una modelo de fama mundial, curtida en mil batallas, y a un conocido criminal. ¿Acaso no le sale una simpática foto de familia?

La realidad, como de costumbre, supera a la ficción. Esa foto existe realmente. Es cierto que faltan datos para componer la historia, pero sí podemos ir atando algunos cabos sueltos.

Recientemente, Naomi Campbell ha prestado declaración ante el Tribunal de La Haya en el juicio que se sigue contra Charles Taylor, sangriento y corrupto presidente de Liberia. Su testimonio versaba sobre unas pequeñas piedras amarillas que el dictador le habría hecho llegar -desinteresadamente- en las horas siguientes al encuentro. Mia Farrow ha desmentido esa declaración afirmando que la propia Campbell le contó, en aquella ocasión, que se trataba de un fabuloso diamante en bruto. Sea lo que fuere, las piedras pasaron de manos de la modelo a las de un amigo, administrador de una fundación benéfica presidida por Mandela, y quedaron en paradero desconocido durante años, hasta que de pronto alguien se acordó de ellas y las entregó a las autoridades sudafricanas.

Aunque la historia da pie para toda clase de ironías y sospechas, el punto más desconcertante está en un pasaje marginal de la declaración de Naomi, cuando dice que hasta el día de su encuentro con Taylor nunca no había oído hablar de un país llamado Liberia. La utilidad de la Justicia penal internacional es discutible. Es incompleta y lenta, puede ser percibida como justicia de los vencedores, es un mal remedio para la falta de justicia sobre el terreno, se presta a manipulaciones de todo tipo, etc. No obstante, hay que reconocer que esta vez ha valido para algo. Le ha enseñado a Naomi algo que no sabía: dónde está Liberia y cómo se las gastan por allí. Quizá también a más gente.

Una propuesta, para finalizar, que nada tiene de anecdótica. No estaría mal que en nuestras civilizadas democracias poscoloniales se establecieran mecanismos legales para impedir que tiranos sin escrúpulos se enriquezcan personalmente con la explotación de recursos naturales provenientes de países sometidos con la violencia (véase T. Pogge, 'La pobreza en el mundo y los derechos humanos').

La correlación entre abundancia de recursos naturales y ausencia de democracia está objetivamente probada. No podemos mirar hacia otro lado. Nuestro deber es poner los medios para que, después de matar, los criminales no se lleven el dinero. Tanto ellos como sus amigos, los que no se ensucian las manos.