El Cid remata una serie con un pase de pecho. :: ADRIÁN RUIZ DE HIERRO /EFE
Sociedad

A El Juli no le pesa la púrpura

El Cid cumple con el lote de una buena corrida de Montalvo y Rafaelillo sólo logra arrancar aplausos del respetable El diestro brindó dos faenas diferentes pero de similar autoridad

VITORIA. Actualizado: Guardar
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Cuatro de los seis toros de Montalvo pasaron la barrera de los 600 kilos. Seiscientos justos el primero; los tres últimos, algo más. Cada uno de ellos pareció de reata distinta. El de los 600, negro aleonado, lucía formidable cuello. Y sirvió, a pesar de que un volatín entero de los de caer a plomo y otro medio de enterrar un cuerno lo mermaron. Bueno el tranco, pero poco a poco empezó a buscar las tablas. Rafaelillo, nuevo en Vitoria, hizo el gasto de capa: dos largas cambiadas de rodillas en el tercio para saludar, verónicas genuflexas, lances en pie, una larga: un alboroto. De más a menos el toro. Y la faena, que fue más hábil que astuta. La espada estaba tan encajada en el fundón que a Rafaelillo le costó más sacarla de su estuche que hundirla ladeadita en carnes tan frondosas.

El cuarto, chorreado en verdugo, 605 kilos, fue de basta traza. Pegó arreones. Si no los pegaba, se arrepentía antes de entrar en suerte. El peor de los seis: afligido y cobardón, reculó, se puso a la defensiva, escarbó y escarbando murió. Se lo brindó Rafaelillo a El Cid: sería más por afecto que por el toro. Una estocada a capón al segundo intento, cuatro descabellos. No descubría el toro.

El quinto, badanudo, enmorrillado, fue un zambombo: cortas las manos, pero muy tripudo. 620. De algunos toros se predica que están fuera de tipo. Éste lo estaba. De muy poca voluntad. Si no es por la ciencia de El Juli, se para a los diez viajes. Fue remolón hasta para doblar y echarse. Con la muerte de ese toro se vivieron, sin embargo, momentos preciosos. Después de una faena de méritos, tan resuelta como de costumbre, El Juli quiso dejar cuadrado al toro con un solo muletazo a pies juntos por abajo y en rosca. Precioso.

El sexto se fue a los 640 kilos, pero estaba en tipo. Fino de cabos: pezuñitas mínimas, cañas de bailarín. Hay jandillas con ese volumen. De los cuatro pesos pesados del combate, este sexto se atuvo a la regla de la proporción áurea. Hechuras de embestir. Y embistió, a pesar de que un trastazo en un remate estuvo a punto de lisiarlo. Descoordinado tras el estrellón, el toro peleó en el caballo, remontó, se tuvo, metió la cara y aguantó con ritmo seguro una larguísima faena de El Cid. De las de recorrer mucha plaza, de cambios de ideas no siempre afortunados, de buen toreo en la distancia, pero sólo al comienzo, y la flor de algún pase de pecho dibujado de verdad. Y una estocada, al segundo intento, terminal.

No es que los otros dos toros fueran pequeños: 560 kilos dio en báscula el segundo, que a pesar de tanta carga era acochinado; 550 el tercero, que fue por todo el toro de la corrida, el mejor hecho, el que más en serio embistió. El Juli toreó al segundo con alegría, muy llamativa seguridad, su resolución habitual y un temple particular. Faena medida, en el terreno preciso, salpicada de invenciones -abrir tanda con un farol o con una trinchera, ligar un redondo con un péndulo sin cambiarse de mano- y abrochada con una estocada en los rubios. Un quite por chicuelinas de Julián fue, con el capote, la nota de color de la tarde. A la verónica toreó a los dos severamente: encajado, las manos abajo, ganando pasos. El Cid tiró sin puntilla al dulce, pastueño y dócil tercero, que parecía deslizarse mientras embestía con el motor de un juguete de cuerda.

De desigual conjunción una faena de sincopado ritmo cuyos mejores logros fueron el toreo con la diestra a toro largado y acompañado pero no el toreo con la izquierda a toro obligado.