FALTARON LOS CENCERROS
Actualizado:Saltaba a la arena el primer toro de la noche y un denso murmullo de asombro y admiración atravesó los tendidos. Un vecino de localidad proclamaba a viva voz: «Ha salido un cabestro». Lo que había sucedido, ni más ni menos, era que irrumpió en el ruedo un toro de precioso aspecto, de capa nada usual por estas calendas, un berrendo en negro, capirote y botinero. Tan acostumbrados están los públicos a contemplar la uniformidad actual de los pelajes, que cuando aparece este vestigio cromático de antiguos encastes les parece otra cosa, les parece un cabestro. Diversas tonalidades de berrendos fueron desfilando a lo largo de la corrida, unos aparejados, otros moteados, otros negros berrendos, lo que evidenciaba esa pincelada que aún posee la ganadería titular de la casi extinta casta Hidalgo-Barquero.
Superado el primer capítulo de asombro, los espectadores pudieron contemplar cómo aquél animal tan espectacular se mostraba distraído, indiferente a los cites y sin codicia alguna. Perseguía en cortos arreones al caballo, se desengañaba y volvía a pararse. Un comportamiento más propio de un bóvido manso que de uno bravo, más cercano a un cabestro que a un toro de lidia. Cuánta verdad encerraba la sentencia del vecino de localidad: «ha salido un cabestro». Pero no fue uno, que fueron seis los cabestros que salieron, en diferentes grados de mansedumbre e inmovilidad. Así, el quinto, por ejemplo, acometió con un cierto brío de salida antes de rajarse, mientras el sexto ofreció la variante de salir ya parado de toriles, lo que constituía todo un record en noche de reñida pugna en descastamientos bovinos. Cuando Leonardo Hernández acertó a clavarle un rejón, el toro salió en violenta estampida entre coceos. Lo que no es sino el paradigma de la bravura en sus más remotas antípodas. Mucha exposición e ímprobo esfuerzo hubo de derrochar el alicantino para colocar las banderillas, en cuya ejecución necesitaba llegar mucho a los terrenos del toro y adentrarse incluso al hilo de las tablas. Una muestra de su habitual elegancia rejoneadora pudo mostrarla ante su primero, al que, a lomos del lusitano 'Cairel' templó las embestidas y prendió con ortodoxia dos rejones, de colocación perfecta uno y muy defectuosa el otro. Cuando el cornúpeta ya no podía mover un ápice de su anatomía, clavó tres banderillas cortas que fueron muy aplaudidas.
Un completo repertorio de buen toreo ecuestre y de recursos lidiadores ofreció Antonio Domecq ante los dos mansos que tuvo como enemigos. Apuntó majestuosidad rejoneadora cuando la cola de su caballo ejecutaba las veces de un capote templado y dominador de las primeras arrancadas del cuarto de la suelta. Pero éste se aquerencia en tablas y decide abandonar la persecución del objetivo equino. Prendió Domecq un rejón a cada toro y varias banderillas tras denodada tarea en provocar arrancadas y sacarlos de la querencia. Andy Cartagena sólo pudo mostrar su natural dinamismo y su singular concepto alegre y espectacular del oficio durante el tercio de rehiletes del quinto, en el que proliferaron bailes del équido en la cara del bóvido, para indiferencia de éste y gran satisfacción del tendido. El acertado uso de los aceros toricidas disparó el marcador final de trofeos en una noche de ímprobo trabajo para los subalternos, que hubieron de dar mucha capa a los toros para conducirlos desde las tablas a los medios. Sólo les faltó el cencerro.