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GENTE DE FUERA

MANUEL ALCÁNTARA
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Ser extranjero es como ser intruso. Si alguien levanta el vuelo de su país, levanta sospechas, pero en la xenofobia el factor más determinante es el económico. Ese sentimiento, que oscila entre la repugnancia, la hostilidad y el odio, queda anulado si el huésped tiene poder o tiene dinero. Los jeques, por ejemplo, que poseen ambas cosas, carecen de epidermis. Nos daría igual que fueran a cuadros o a rayas, verdes o moradas. Si nos visitara un gran deportista negro, Pelé o Mohamed Alí, les pediríamos autógrafos, pero a los moros que divagan por la costa ofreciendo su mercadería les pedimos que se vayan.

Nosotros no somos demasiado xenófobos: solo lo suficiente para olvidar los tiempos en los que fuimos. Europa se reconstruyó gracias a los europeos más débiles económicamente y más fuertes para sobrellevar penalidades. Tampoco sería justo acusar ahora a Sarkozy de maltrato a los extranjeros. El presidente francés quitará la nacionalidad solo a los que además de ser de fuera, sean criminales. Está dispuesto a revisar los derechos y las prestaciones de los «sin papeles».

La medida está siendo muy bien vista, de modo especial por los que no pueden ver a los huéspedes, ya que los consideran indeseables. Es casi seguro que tenga imitadores a más no tardar y resucitemos la figura del meteco, que era como se llamaba en la antigua Grecia al que se establecía en Atenas y no gozaba de derechos. Pero no hay que confundir forastero con forajido. Algunos emigrantes se mantienen con «oficios no debidos», pero otros se parten el espinazo en tareas que desdeñábamos hasta hace muy poco los nativos. Sarkozy, que como su nombre indica no debe de tener un árbol genealógico del todo francés, ha abierto una puerta tan ancha que pueden colarse justos por pecadores, delincuentes y personas honradas. Hay que regular la inmigración, eso está claro, pero una cosa es establecer normas y otra deportar.