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Los jeroglíficos de Cherbuy

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No más salir del parking de Canalejas, un friso evoca la memoria de Lorenzo Cherbuy, tal y como paseaba por Cádiz a finales de los 70. Humilde, pero iluminado. Allí cuelga una de sus obras con un mensaje antiguo. Que todos venimos de Altamira, quizá nos diga. O de Sumeria. Sus signos plásticos nos hablan de instinto de supervivencia pero también de genio. Fue un jornalero del arte y, al tiempo, un semidiós: «Era rebelde, estallante de ocurrencias plásticas, libre de temas obligados y medidas forzosas», le describía Fernando Quiñones, a sabiendas de que hasta ese momento el ojo pictórico de Cádiz se había quedado chapado a la antigua. Pertenecía a una nueva generación de autores de la Bahía que iban a dar paso a la nueva hornada de los Vicente Vela o Fernando Meléndez, pero que bajo el más riguroso franquismo se estaba poniendo pop en el ingenio de Manolo Prieto o modelaba una modernidad clásica en las manos de Vassallo o del poco recordado Manolo de la Fuente, entre otros plásticos.

Cherbuy era rompedor en un tiempo tibio. Había bebido del impresionismo -en especial Odillon Redon--, también del imaginario picassiano, pero su concepción iconográfica tenía mucho que ver con la de cierto muralismo americano. Autodidacta en un Cádiz amordazado, frecuentó las voces nítidas de Platero, con Pilar Paz y José Luis Tejada, la de Rafael Soto Vergés, los teatreros Luis Balaguer y Mario Barasona, Serafín Pro o el dramaturgo y poeta Manuel Pérez-Casaux cuya obra, por cierto, está pidiendo a gritos una clara reivindicación. Jesús María Serrano, intentó seguir la pista de sus obras repartidas desde Cádiz a Algeciras, pero también por Bruselas, Ottawa, Miami y Oporto. Por no hablar de sus escenografías para el legendario grupo Gris Pequeño Teatro. Para catalogar 900 piezas de entre más de 5.000, sumaron esfuerzos el ceramista Alfonso Casas, Eduardo Geneiro o Juan Candón.

Su mejor obra, fue él mismo. Músico, con un no se qué filosofal, fue migo de José Hierro y de Gabriel Celaya. Tuvo catorce hijos. Y muchos más oficios, desde el de diseño de joyas, a recepcionista de hotel o empleado de lavandería. También fue marionetista. Y boxeador profesional. Quizá para pararle los crochet a la puñetera vida, esa incansable púgil. Cádiz, un par de años atrás, le concedió la Trimilenaria. Sin embargo, alguien con mando en plaza podría convertir en museo su caserón de San Lorenzo del Puntal, ahora que la muerte del artista, a sus 89 años, puede servirnos de acicate para que sus creaciones no desaparezcan con él.