Crónicas pisanas (IV)
Actualizado: GuardarResulta extremadamente difícil realizar una crónica de Florencia en el espacio que tengo asignado. Resignado a la naturaleza de una misión imposible, utópica, encararemos la misión alternativa de describir nuestras sensaciones y trazar apenas algunos bocetos de nuestro tránsito por la bella ciudad escoltada por las arcillosas colinas de Cercina. A Florencia le hemos dedicado dos jornadas alternativas, entre unos u otros lugares, incluidas las playas de Tirrenia. Tenían razón los que avisaron del calor sofocante florentino, debido a dos motivos igualmente inquietantes: la falta de vientos por la localización de la ciudad y la presencia del anticiclón subtropical africano. Hoy ha sido uno de esos días. Pero Florencia es mucho más que el calor o el frío invernal. Hemos llegado desde la estación de Santa María Novella, situada con precisión al inicio de un inmejorable recorrido. Ello nos ha permitido ir serpenteando y avanzando de un lado a otro. Al final teníamos la Piazza di Santa Croce como destino, en cuya iglesia reposan los restos de Nicolás Maquiavelo. Hasta allí, la sucesión era un imposible viaje al fondo de la suprema belleza, del arte y de la historia, imposible por su incapacidad para asir en la memoria y el corazón cuanto podemos ir viendo. El calor no ha asustado al turismo multicolor y multicultural, de todas clases y condiciones. Y nosotros, inasequibles al desaliento, tratamos de llegar a nuestros últimos objetivos culturales, más allá del Ponte Vecchio, hasta el palacio Pitti. Desde allí, por el Borgo San Jacopo, cruzando el lungarno Guicciardini hasta el Ponte Trinitá, la Iglesia del mismo nombre y el Palazzo Corsini, para volver por Santa María Novella y decir adiós a las fugaces pero intensas horas pasadas en la ciudad. De vuelta a San Giuliano, caemos en la cuenta que julio va pasando e Italia y su Toscana comienzan a interpretar su particular versión de un arrivederci coreado por el ya familiar maullido de nuestros amigos los gatos de San Giuliano. Hasta la misma dueña de la casa, la señora Bollini, nos mira con la nostalgia anticipada de quien ha cogido cariño al viajero.