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Opinion

Desencuentros con Lorca

JESÚS SOTO DE PAULA
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Visitar las casas museo de grandes artistas ya muertos suele ser bastante decepcionante. Aun conscientes de ello, a todos nos seduce la romántica idea de ver o encontrar algo casi espiritual y revelador, como ansiar ser testigo de un imposible fantasmagórico. Fue lo que sentí al visitar la casa de verano de los García Lorca, residencia familiar durante los años 1926 a 1936. La «Huerta de San Vicente» fue lugar privilegiado donde Federico creó gran parte de sus inmortales escritos. Ubicada en lo que hoy es el parque «Federico García Lorca», esta huerta rezuma una inusitada paz, donde la sencilla armonía arquitectónica invita a fantasear con los tranquilos paseos del poeta, aquellas iluminaciones de inspiración creativa clavados en el escritorio de madera de su habitación, e incluso escuchar a su hoy enmudecido piano del salón. Allí vivió el literato las noches previas a su asesinato en agosto del 36, en los inicios de la Guerra Civil. Allí disfrutó creando obras teatrales a sus sobrinas, con funciones íntimas de unas niñas, quienes jugaban con maravillosa inocencia con los diálogos de Lorca y la música de Falla. Allí dibujaba, en sus ratos libres de ocio y como si se tratara de un niño de dos años, unos garabatos sin ninguna gracia. lo suyo era escribir. Allí Federico se dejaba tostar la tez, sentado bajo la inmensa claridad que abriga toda la huerta, adivinándose a sí mismo la oscura luz de su fatal destino. Y es que sus huesos perdidos son hoy más libres que nunca, más indescifrables y enigmáticos. Quizás por ello, quise visitar esa casa, que posee secuestrada en sus piedras y en sus mudos muebles ese halo melancólico de su vida. No, no encontré a Lorca, ni atisbé su caracolada genialidad oscura. Pero sí hallé la paz de su refinado entorno, ese que tanto le inspiraba y necesitaba para crear obras como 'Bodas de Sangre', 'Yerma' o 'Diván del Tamarit', entre otras.

Lorca, pienso, supo ser amigo de sus amigos; era fiel a la amistad, y eso lo reflejan sus cartas allí mostradas, incluso un dibujo que decora las paredes de su habitación con la hermosa dedicatoria de Alberti. A Federico nos lo mataron, y digo bien «nos lo mataron», pues su arte era universal y, por lo tanto, era de todos. Hoy su cuerpo perdido, lejos y a su vez cerca de nuestra Andalucía, vive en los aires de Granada, en su hermoso Albaicín, en la callada poesía de la Alhambra, en sus montes verdes, muchos meses vestidos por la blanca nevada. Y vive, sobre todo, en esa Huerta de San Vicente rodeada de un feo parque sin sombra, pero firme en su encanto poético, digno reflejo de la música de sus pensamientos.