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Un mal paño caliente

En Madrid se debería entender más y mejor que muchos catalanes de buena voluntad estén dolidos

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Vivir entre Madrid y Barcelona obliga al que tiene ese privilegio (porque a pesar de todo lo es) a una agotadora gimnasia mental reversible. Cuando uno está en Madrid, se sorprende a sí mismo, una y otra vez, tratando de convencer a los incrédulos de que los catalanes son en su inmensa mayoría gente razonable y cordial con el forastero, incluso en ese aspecto que suele generar más suspicacias: la defensa (legítima, dicho sea de paso) de una lengua propia que tan sólo lleva a unos pocos obtusos a usarla contra quien no la entiende. Entre otras cosas porque de la población, naturalmente bilingüe, la mayoría tiene con el castellano un vínculo tan hondo e intenso como con el catalán. Cuando uno está en Barcelona, por el contrario, el ejercicio es de signo inverso. Persuadir a no pocos catalanes ofendidos de que en Madrid el personal no está a todas horas pensando en cómo humillar y fastidiar a Cataluña. Hay unas pocas personas estridentes que pueden participar de ese encono, y puede que los forofos madridistas (cosa que no somos todos los madrileños, dicho sea de paso) tengan a veces actitudes de ese jaez ante el Barça; pero la cosa, en general, no pasa de ahí. El madrileño suele estar más preocupado por otros asuntos, como si le ponen en huelga el metro y le colapsan la ciudad, y además se caracteriza por una proverbial falta de sentimiento identitario que le vuelve poco proclive a rivalizar en ese terreno con nadie. Tantos trenes y tantos aviones como hay al día no bastan para acercar como es debido a las dos ciudades y a sus gentes (sólo a sus centros, que acaso sean lo menos auténtico de ellas), como ese fallido 'Estatut' no ha acertado a encajar Cataluña en España. En Madrid se debería entender más y mejor que muchos catalanes de buena fe y buena voluntad estén dolidos. Porque con ese texto, bien farragoso y antiestético, pero también harto laborioso, creían haber hecho un esfuerzo para ser ellos mismos y a la vez ser constructivos dentro del edificio del Estado español (o de España, sin eufemismos), y ahora se encuentran con que desde el Tribunal Constitucional (que a los efectos encarna a España) se lo tiran a la cara como un ejercicio escolar desprolijo. No en todo, pero sí en aspectos sustanciales y sensibles para ellos. Y en Barcelona, aunque cueste, se debería entender más y mejor a los magistrados constitucionales. La solución que plantearon los políticos catalanes con el aval de ZP era osada y un punto inconsciente. Dejar a españoles sin el amparo del Defensor del Pueblo, por ejemplo. ¿Cómo esperaron que el Tribunal Constitucional tragara eso, que además resta derechos a los ciudadanos catalanes, aunque favorezca la libertad de acción de sus políticos? Una Constitución se reforma, si es menester, reformándola. Más penoso es poner ahora remiendos a un mal paño caliente.