LOS LUGARES MARCADOS

El silencio

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Dicen que es uno de los pueblos más hermosos de España. No los conozco todos (ojalá), pero me fío de esa opinión. Grazalema es uno de esos enclaves extraños en los que se puede volver a sentir una belleza que viene de lejos, primitiva, originaria.

No es sólo que el pueblo esté situado en medio de una sierra excepcional, en la que los endemismos y las rarezas botánicas encuentran el difícil equilibrio en el que pueden desarrollarse. No son sólo las imágenes de los pinsapos, del vuelo alto del buitre o del alimoche, de la mole del Peñón Grande, de las espadañas de la Iglesia de la Aurora destacándose sobre el telón verde de la montaña. No es sólo que el aire se embalsame de los perfumes del romero, el tomillo, la alhucema, ni que el agua de la Fuente de Abajo sepa a nieve limpia y a niñez. Es también el silencio que al caer la noche envuelve al pueblo como un cobertor tibio y lo devuelve a otra época, a otro tiempo menos bullicioso y más humano.

Sucede cada día. El cielo es aún intensamente azul, aunque el sol ya se ha puesto hace rato sobre los riscos. Los vencejos de la Encarnación cesan por un instante en sus gritos; el viento se detiene ensimismado; las risas de los niños que aún juegan en la Plaza parecen disolverse en un aire algodonoso. Es entonces cuando el silencio, ese lujo inapreciable, se apodera brevemente del pueblo. Y el pensamiento, que a menudo no encuentra lugar en medio del ruido y de la palabrería cotidiana, se despereza y vuela.

Seguro que ocurre lo mismo en otros lugares, que hay otros atardeceres en los que el silencio construye un hueco idóneo para la reflexión. Sólo que casi siempre estamos demasiado ocupados para apercibirnos. Por eso son necesarios sitios como Grazalema que nos hagan caer en la cuenta de lo importante que es callar y meditar.