![](/cadiz/noticias/201006/27/Media/portadilla1--300x180.jpg?uuid=1413d110-81d5-11df-8d50-6daa7cfee249)
Pintar paredes salva vidas
Antoni Gabarre reivindica el arte urbano como método de trabajo pedadógico
Actualizado: GuardarLos mismos que decían que el grafiti no era arte se dieron codazos por comprar un juego de piezas de Banksy cuando Sothebys las sacó a subasta, en febrero de 2005. 50.400 libras, pagó un atildado caballero inglés por colgar un corcel blanco, con las riendas rotas y la muerte cabalgándolo a horcajadas, en un rinconcito de su casa de Londres. Antes, el grafitero fantasma asaltaba las estaciones de metro para marcarlas con sus sátiras políticas a dos colores y la policía lo buscaba por vandalismo. Cuesta distinguir dónde empieza una cosa y dónde termina la otra. La rebeldía cotiza al alza en los mercados y tampoco es garantía de excelencia.
Antoni Gabarre comenzó a pintar en las paredes, como tantos, para expresar su rabia. Eran los años duros de la Transición y el chaval pedía la paz y la palabra con letras de trazo grueso. Sus consignas hablaban de libertad porque era la gran asignatura pendiente de aquella generación. Ahora son otras, claro. Un poco de atención, por ejemplo, para esa legión de adolescentes desahuciados que puebla la periferia gris de las ciudades. El hartazgo. La apatía.
Dice Gabarre que no es lo mismo ensuciar con un garabato la pared limpia de un edificio público que reconvertir el muro tosco y descuidado que cerca el parque en un mural. Lo primero es un problema. Lo segundo, una solución.
Antoni fue uno de los primeros artistas españoles en reivindicar, sin complejos, las virtudes del arte urbano. Desde hace años reside en la provincia, aunque trabaja por toda España y, de vez en cuando, se escapa al extranjero. Una de sus obras (280 metros, en Cortadura) dará la bienvenida a los que visiten Cádiz durante el Bicentenario. Otra (de las primeras), ha sido recientemente restaurada por el Ayuntamiento de Barcelona. Desde mediados de los 80 forma parte del paisaje del barrio de la Poveda, y el Consistorio catalán ha querido invertir 45.000 euros en mantenerla, como una seña incuestionable de su identidad.
Los grafiteros de hoy lo consideran un maestro, aunque no falta quien critique su supuesta connivencia con las administraciones. ‘Integrado’, le dicen, como un insulto, porque defiende que uno no puede pintar donde quiere, sino donde puede, y que siempre hay espacio para la expresión artística sin necesidad de atentar contra la estética misma de las ciudades. Una cosa es la transgresión y otra, bien distinta, el incivismo.
Esta filosofía no es nueva para él. La practica desde que en 1985 planteó a las autoridades convertir las estaciones de Rocafort y Plaza de Espanya, «que estaban en pésimas condiciones», en dos espacios consagrados al arte público. La respuesta de los ‘grafiteros’ le dio que pensar: curiosamente, una vez que las paredes estaban cubiertas por obras «trabajadas», los ‘vándalos’ las respetaban. No firmaban encima, ni las destrozaban con trazos o figuraciones sin sentido.
Así que derivó su actividad profesional a la intervención con chavales, utilizando el grafiti («muralismo es más correcto») con una doble intención: proteger y embellecer las ciudades, por un lado, y aprovechar las inquietudes artísticas de los adolescentes para «trabjar con ellos a nivel pedagógico». Algunos de los programas desarrollados en Jerez ofrecieron resultados espectaculares. «Cuando un chaval se dedica a pintar las paredes, hay dos opciones: penalizarlos, o ver la manera de encauzar ese talento, cuando lo hay, hacia una actividad reglada».
Muchos de los alumnos de sus talleres procedían de familias desestructuradas, de zonas marginales, y tenían un grave problema de autoestima. «Lo que yo les ofrecía era enseñarles a pintar muros, siempre y cuando ellos se comprometieran a ejecutar sus obras en lugares previamente conveniados con el Ayuntamiento».
De entrada, Gabarre apreció cómo «en algún que otro barrio en el que era habitual encontrarse con contenedores quemados, por ejemplo, la actividad vandálica se redujo. Tenían la sensación de que podían hacer algo divertido y productivo». Con el paso de los años, a Antoni no le extrañó que algunos de ellos («no te diré nombres») acabaran matriculándose en Bellas Artes.
Convencido del potencial del muralismo y después de que la experiencia práctica refrendara sus teorías, Gabarre dio un paso más. Cuando el proceso de paz en Irlanda del Norte empezó a cuajar, el Gobierno municipal de Derry le invitó a dirigir un taller en el que jóvenes muralistas católicos y protestantes, acostumbrados a poner sus recursos creativos al servicio de ‘la causa’, perfeccionarían su técnica juntos. La condición era que todos los trabajos deberían animar a la convivencia y a la concordia. Ayudar a cerrar las heridas, que no a olvidarlas. «Fue la confirmación de lo que ya sabía: que ante un reto creativo, gente que a priori puede odiarse, acaba rindiéndose al poder humanizador del arte».