RELATOS DE SUPERACIÓN
Alumnas del centro de adultos de Chiclana cuentan en un libro sus infancias y lo que les impulsó a estudiar a una edad madura
Actualizado:Desde el balcón de su casa observaba a los niños que iban de camino al colegio, envidiaba su condición pudiente, sus carteras y la alegría de quien va a disfrutar de una jornada rodeado de amigos, a pintar, a hacer cuentas y a escuchar interesantes historias de reyes y princesas, de batallas épicas y ejércitos despiadados. Su jornada empezaba bien temprano y si no se daba prisa, las tareas se le acumularían. Pero sabía que algún día tendría esa oportunidad que el destino le había robado. Eso sí, tuvo que esperar casi toda su vida para cruzar la puerta de la escuela. Entonces ya era abuela pero a pesar de la edad, sus ansias de conocimiento seguían intactas. «Cada vez que tenía que firmar algún documento, tenía que hacerlo con la huella del dedo y me moría de vergüenza», relata María Cabeza de Vaca. «Por eso decidí aprender a leer y escribir». Tiempo después, cuando tuvo que rellenar un formulario en Correos, se armó de valor, miró a sus amigas y estampó una firma estupenda. Un día para recordar. «Siempre quise estudiar. Durante toda mi vida supe que algún día tendría la oportunidad». Ahora, María plasma sus memorias en un cuaderno, sus experiencias infantiles y sus avatares como esposa y madre. Incluso forma parte de un grupo de teatro y se deja la piel encarnando personajes del Siglo de Oro o de las universales obras de Shakespeare. Junto a ella, cientos de mujeres llenan las clases del Centro de Adultos Dionisio Montero de Chiclana, dispuestas a dejar atrás sus miedos e inseguridades y con la única intención de alimentar sus inquietudes.
Los recuerdos y vivencias del alumnado aparecen recogidos en 'Añoranzas', un libro editado por la Fundación Vipren con motivo de la conmemoración de los 25 años del centro. Se trata de una segunda edición de la obra, que se publicó por primera vez en 1995. Este nuevo ejemplar se completa con sesenta páginas más, en las que han participado los últimos alumnos que han ingresado en el colegio.
Las historias que llenan las páginas de 'Añoranzas', aunque escritas con un lenguaje sencillo, están plagadas de emoción, y en muchas ocasiones se advierte que son el resultado de la liberación de viejos fantasmas o estigmas que marcaron a toda una generación. Hambre, miseria, trabajos forzados, costumbres, fiestas, antiguos oficios y experiencias vitales protagonizan los relatos de los alumnos, la mayoría mujeres, y se completan con letrillas de canciones o cuplés de Carnaval.
«Mi madre tuvo dieciséis hijos. Teníamos dos habitaciones que servían para todo: comer, dormir, lavarnos... De noche hacíamos pipí en un cubo, para no tener que salir al patio al único váter que había para todos los vecinos. No había luz, hacíamos pipí al tanteo y por la mañana los orines llegaban a la otra habitación. Nos mojábamos los pies», relata María en el libro, cuyo padre trabajaba como piconero. Cuando éste regresaba, le tocaba ir se a la calle a vender el picón y con ese dinero era con el que comía toda la familia ese día.
En otros pasajes, los alumnos recuerdan costumbres como la de almidonar la ropa, charlar en la puerta de las casas a la fresquita en verano y hacer encaje de bolillos. También hay lugar para la historia y se recuerdan episodios como la crecida del río Iro en 1965 o cómo los trabajadores de Chiclana iban en bici hasta Cádiz para trabajar como albañiles en las obras de los edificios de la Avenida.
Otros testimonios hacen referencia a los trabajos forzados que llevaban a cabo los niños en plena posguerra, para ayudar a su familia a salir adelante. «Toda mi niñez y mi juventud, hasta que me casé, la pasé cosiendo muñecas de Marín. Me levantaba a las 6.30 cosiendo y así hasta la noche, pues no tenía un horario fijo, ya que cuanto más cosiera, más ganaba, aunque lo que se ganaba era una miseria. Sólo me levantaba de la silla para comer», cuenta una alumna en su relato.
Superar las barreras
María Jesús Chávez decidió empezar su alfabetización hace ocho años, sobre todo, quería aprender a escribir su nombre. Siempre le gustaron las cuentas pero no tuvo oportunidad de estudiar de niña. Ahora, todas sus redacciones conforman una pequeña biografía de su infancia y sus años de juventud y se apasiona con los problemas matemáticos.
Su amiga Antonia Navas sí sabía leer cuando empezó en la escuela, pero tenía muchas faltas de ortografía. «Cuando me escribía cartas con mi marido, él me entendía pero no lo hacía muy bien. Él me las mandaba sin una falta, mientras que yo...», recuerda. Es una de las pioneras, de las primeras alumnas que llenaron de vida el centro, creado por la Junta en 1984 dentro de su 'Campaña de alfabetización' para adultos. «Ahora hago dictados con mis nietos», afirma con orgullo. En su caso, la educación le ayudó a salir de una depresión y le ha dado infinitas alegrías.
En el pupitre de al lado, Leli Cano ordena las fotografías del acto de presentación de 'Añoranzas'. «Ella es la que hace todas las fotos», comentan sus compañeras. «En mi caso, apuntarme a clase no fue algo premeditado», asegura esta alegre mujer de ojos azules. «Un día pasé por delante del colegio y me dije 'voy a matricularme'». Ella tuvo la suerte de acudir a la escuela hasta los 14 años. Con esa edad suspendió una asignatura y le dijo a sus padres que quería abandonar. Empezó a dedicarse a coser y hacer labores. Eso sí, confiesa que siempre le gusto leer. Ahora, cursa 1º y 2º de ESO, ha sacado algún que otro 10 en Historia y un diario de la provincia le ha publicado uno de sus textos. «Cuando hice mi primer examen me di cuenta de lo poco que sabía», recuerda Leli. Ahora, conoce los tantos por ciento, la medida exacta del intestino humano y puede recitar en un momento las capitales de Europa. «Es una gran satisfacción personal. Estoy deseando que llegue septiembre», sonríe.
Todas coinciden en que lo más grato son las amistades hechas en estos años. «Somos mucho más que compañeras, una familia», apostillan, al tiempo que alaban la labor de María Sánchez y Ángeles Ramírez, sus profesoras, con quien les une también una gran amistad. «Antes me levantaba, me duchaba, me ponía el chándal y a hacer cosas en casa. Pero ahora, piensas en qué falda te vas a poner y te obligas a arreglarte para venir a clase», confiesa Leli, a quien su nieta de ocho años le pone tarea cada tarde. «En los dictados escribo siempre alguna palabra mal o sin tilde para que me diga: 'abueli, los acentos se te van, ¿eh?'», ríe.
Ellas, más valientes
La cantidad de mujeres que llenan las clases de educación básica y refuerzo cultural del Dionisio Montero es claramente superior a la de hombres. «Nosotras somos más desinhibidas», apunta su teoría Leli. «A ellos siempre les ha dado más vergüenza reconocer que no saben...».
En cuanto a la seriedad con la que los mayores se toman sus clases, los profesores coinciden en que los años no hacen que los alumnos sean menos revoltosos. Algunas docentes como María tienen una frase para cortar las charlas de cuajo. «Un, dos, tres, pollito, inglés», corean sus alumnos, mientras los más rezagados sacan sus estuches y cuadernos. El aula está llena de mapas de España y Andalucía, de diccionarios y libros de texto de segunda mano.
Aunque parezca mentira, los hay que hacen novillos. «Algunas se van a la peluquería o a hacer la compra», apostilla Ángeles. «Es más, llega el martes, el día del mercadillo y se notan las ausencias». No obstante, se trata de una minoría. «Yo, no he faltado nunca», corta Leli.
En sus inicios, el Dionisio Montero sólo contaba con tres docentes en plantilla y ahora, son once. También han ido ampliando enseñanzas y los alumnos ahora pueden estudiar inglés, educación vial, gimnasia o informática y asistir a talleres de pintura o manualidades, además de preparar la prueba de acceso a la Universidad para mayores de 25 años. «Cada año una media de diez alumnos superan estos exámenes y cuatro o cinco se encuentran ya estudiando en la Universidad», sostiene la profesora María Sánchez.
A sus 85 años, Antonia Periñán ya se sacó el graduado escolar hace quince años y ahora rellena la matrícula para la clase de informática. «Quiero ver qué es eso de chatear», afirma graciosa. «Sí, sí, tú lo que quieres es echarte novio», le espeta burlona una de sus compañeras. «Quiero comprarme mi propio ordenador y navegar por Internet», sentencia Antonia. Como ella, muchos mayores se están familiarizando poco a poco con las nuevas tecnologías para subirse al tren de la modernidad. A veces impulsados por sus propias inquietudes y otras, por sus hijos o nietos, se lanzan a la Red, torpes al principio, pero llenos de ilusión y entusiasmo, ya que se abre ante sus ojos un mundo lleno de posibilidades. Antonia, pese a su edad, confiesa que le hubiera gustado continuar sus estudios y sacarse el Bachillerato, «lo que pasa es que era por la noche y el instituto me pillaba lejos y me daba un poco de miedo ir sola».
Todas ellas son conscientes de los beneficios de la educación, porque la cultura es lo que hace libres a las personas, les hace menos susceptibles a la manipulación y el engaño. En este sentido, en el prólogo del libro reza: «Los grandes y vertiginosos cambios producidos en la sociedad actual exigen una formación permanente que nos permita entender, reflexionar y participar en todo aquello que nos afecta. Por ello, la finalidad de la Educación de Adultos debe ser la de facilitar el acceso de los ciudadanos a los bienes culturales, a su realización personal y a su promoción socio-laboral».
Muchas no pudieron ayudar a sus hijos con las tareas de clase pero ahora disfrutan haciendo problemas y redacciones con sus nietos. «De todas formas, las personas que van al colegio de chicas, tienen la mente más abierta que los que aprendemos de mayores», reflexiona María Cabeza de Vaca. Aun así, ellas han dado un paso enorme en sus vidas, se han engrandecido como personas y ahora forman parte de un círculo inquebrantable. «Salen juntas, quedan para tomar café, ir a la feria, de compras», matiza Ángeles, «la escuela se convierte en un ámbito de socialización en el que las amistades trascienden fuera del aula». Como ejemplo de ello, el centro organiza una cena de fin de curso para todos los alumnos y el profesorado. Después, una tregua para las vacaciones de verano y en septiembre, a comprar el material escolar junto a los nietos para abordar una nueva aventura.