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José Saramago

La espinita de Cádiz

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Agradeció lo suyo la concesión del premio Agustín Merello, por parte de la Asociación de la Prensa de Cádiz. Pero José Saramago tenía una espinita clavada con esta ciudad. Ocurrió durante 1998, cuando le concedieron el Premio Nobel de Literatura por una obra rica en ingenios y en disidencias. Invitado por la Facultad de Letras a impartir una conferencia, al llegar al Aula Magna se la encontró medio vacía, a pesar de las atenciones de las autoridades académicas. Ajeno a cualquier síntoma de vanidad, Saramago era misionario de la heterodoxia, esto es, un criterio que cada vez encuentra menos acomodo en los tiempos del pensamiento único. Así que, como su esposa Pilar del Río me contó en Lisboa meses más tarde, le dio rabia que sus palabras no hubieran sido oídas por más gente, porque él buscaba evangelistas que propagaran la buena vieja nueva de que el mercado no sólo no tiene soluciones para todo sino que probablemente contenga todos los problemas en su frío corazón de capitalismo salvaje.

No pudo venir a recogerlo, aunque él amaba aquel Cádiz fronterizo del que ya estaba escribiendo Arturo Pérez Reverte, a quien tanto querría a pesar de sus distancias ideológicas, lo que no quiere decir distancias emocionales. En diversas ocasiones, se manifestó en contra de la base de Rota, como también lo hizo en contra de la de Morón y de todos los restos del imperialismo de cuño antañón o posmoderno. Y también mostraba gratitud auténtica por la calle a la que daba nombre en Puerto Real. Pero nunca volvió a la capital gaditana. Y tendríamos que preguntarnos por qué.

Hace meses volví a intentarlo: «No sabemos cómo va a estar de salud. No puedo comprometerlo para una fecha concreta, porque me daría rabia que por un motivo o por otro no pudiéramos cumplir el compromiso», explicaba Pilar del Río desde su casa en Tías, en Lanzarote.

Formaba parte del jurado que le concedió el premio Reina Sofía a José Manuel Caballero Bonald. En 2001, pronunció la conferencia de clausura del congreso anual de la Fundación que, en Jerez, lleva el nombre del señor de la Argónida. Aquel año, se trataba de hablar de literatura y memoria, una cuestión sobre la que Saramago tenía una clara opinión formada: «La inocencia perdida es irrecuperable –confió a Antonia Cortés–. Regresar al pasado sólo es posible a través de la memoria, y ésta, demasiado lo sabemos, no siempre es de fiar. La aldea donde nací ya no ‘existe’, existe una que tiene el mismo nombre, calles que son las mismas y otras nuevas, un río sucio en el que no se puede nadar. Lo que cuenta no es el espacio, sino el tiempo. Diría que es el propio tiempo el que perdió la inocencia».

También participó en proyectos gaditanos como el volumen ‘La Tierra’, publicado en Benalup en torno a los sucesos de Casas Viejas, en cuyo índice aparece su nombre junto a los de Ramón J. Sender, Gerald Brey o muchas otras firmas, más o menos conocidas. A su vez, presidía a título honorífico junto a Darío Fo, el festival ‘Siete soles, siete lunas’, que se convoca cada año, que tiene a Cádiz como una de sus sedes y cuya programación inminente será presentada durante esta semana.

El amaba el Cádiz de Carlos Cano y el de su camarada Rafael Alberti. O aquella provincia solidaria que abrigaba el naufragio de la globalización que Javier Bauluz fotografiaba sobre estas playas interminables. Tampoco en aquella otra ocasión, cuando los periodistas gaditanos le concedimos el premio Agustín Merello, José Saramago pudo viajar hacia la cuna de las libertades en su soñada Iberia. Pilar del Río vino a recogerlo y a agradecerlo en su nombre. El importe del galardón lo cedió a la asociación Algeciras Acoge porque, desde luego, él siempre se sintió paisano de esos gaditanos de espaldas mojadas que la mar venía arrojando desde diez años antes sobre las playas del Estrecho.

De hecho, meses más tarde, escribió en portugués las palabras que siguen y que me brindó como prólogo para el libro ‘Moros en la Costa’. Creo que, hoy más que nunca, reflejan al dedillo su testamento gaditano: «Que tire la primera piedra quien nunca haya tenido manchas de emigración en su árbol genealógico. Así como en la fábula del lobo malo que acusa al inocente cordero de enturbiar el agua del arroyo de donde ambos bebían, si tú no emigraste, emigró tu padre, y si tu padre no necesitó mudar de sitio fue porque tu abuelo, antes, no tuvo otro remedio que ir, cargando la vida sobre la espalda, en busca de la comida que su propia tierra le negaba.

Muchos portugueses (¿y cuántos españoles?) murieron ahogados en el río Bidasoa cuando, noche oscura, intentaban alcanzar a nado la otra orilla, donde se decía que el paraíso de Francia comenzaba.

Centenas de millares de portugueses (¿y cuántos españoles?) tuvieron que adentrarse en la llamada culta y civilizada Europa de allá de los Pirineos, en condiciones de trabajo infame y salarios indignos. Los que consiguieron soportar las violencias de siempre y las nuevas privaciones, los supervivientes, desorientados en medio de sociedades que los despreciaban y humillaban, perdidos en idiomas que no podían entender, fueron poco a poco construyendo, con renuncias y sacrificios casi heroicos, moneda a moneda, céntimo a céntimo, el futuro de sus descendientes. algunos de esos hombres, algunas de esas mujeres no perdieron ni quisieron perder la memoria del tiempo en que padecieron todos los vejámenes del trabajo mal pagado y todas las amarguras del aislamiento social.

Gracias sinceras les sean dadas por haber sido capaces de preservar el respeto que debían a su pasado. Otros muchos, la mayoría, cortaron los puentes que los unían a aquellas horas sombrías, se avergonzaron de haber sido ignorantes, pobres, a veces miserables, se comportaron como si la vida decente, para ellos, sólo hubiera comenzado verdaderamente y por fin el día felicísimo en que pudieron comprar su propio automóvil. Esos son los que estarán siempre dispuestos a tratar con idéntica crueldad e idéntico desprecio a los emigrantes que atraviesan ese otro Bidasoa más largo y más hondo que es el Estrecho de Gibraltar, donde los ahogados abundan y sirven de pasto a los peces, si la marea y el viento no prefirieron empujarlos a la playa, hasta que la guardia civil aparezca y se los lleve. A los supervivientes de los nuevos naufragios, a los que pusieron pie en tierra y no fueron expulsados, les espera el eterno calvario de la explotación, de la intolerancia, del racismo, del odio a la piel, de la sospecha, del envilecimiento moral.

Aquel que antes fue explotado y perdió la memoria de haberlo sido, acabará explotando a otro.

Aquel que antes fue despreciado y finge haberlo olvidado, refinará su propia capacidad de despreciar. Aquel a quien ayer humillaron, humillará hoy con más rencor.

Y helos aquí, todos juntos, tirándole piedras a quien llega hasta esta orilla del Bidasoa, como si ellos nunca hubieran emigrado, o los padres, o los abuelos, como si nunca hubieran sufrido de hambre y desesperación, de angustia y de miedo, en verdad os digo, hay ciertas maneras de ser feliz que son simplemente odiosas».