El opinador arrollado
Los acontecimientos cobran tal magnitud que apenas podemos asimilarlos
Actualizado: GuardarEl oficio de opinador, no crean, tiene sus sinsabores. Los acontecimientos nos arrollan igual que al ciudadano de a pie, pero mientras el gentío los esquiva como puede, nosotros nos levantamos maltrechos, nos dejamos retocar con maquillaje profesional y comenzamos a discutir sobre la polvareda que dejan los hechos. Antes de que lleguemos a saber exactamente qué pasó, nos vuelven a arrollar.
Quiebras financieras se solapan con terremotos bursátiles, catástrofes de empleo se encadenan a huracanes de deuda, amenazas de bancarrota irrumpen en la estadística picada de los déficits. Todo cobra tal magnitud que apenas podemos asimilarlo. Las circunstancias se asemejan a las descritas por un asesor de Bush en 2004. Se atribuye a Karl Rove haber dirigido estas palabras a un periodista: «El estudio juicioso de la realidad no es la manera en que funciona ya el mundo. Ahora somos un imperio, y cuando actuamos creamos nuestra propia realidad. Y mientras ustedes estudian esa realidad, nosotros actuamos de nuevo, creando otras realidades nuevas, que ustedes pueden estudiar también. Nosotros somos actores de la historia y ustedes, todos ustedes, quedarán sólo para estudiar lo que hacemos».
Sus palabras suenan aún más inquietantes estos días, cuando tampoco los gobiernos parecen ser actores de la historia. Los políticos acusan los efectos del mismo shock, como si manejaran la nave del estado en medio de una tormenta cerrada. Apenas aciertan a dar golpes de timón que confirman su perplejidad desesperada. Sin duda, alguien debe de estar creando la realidad en alguna parte, pero no en Downing Street ni en la cancillería alemana, por no hablar de la Moncloa. La realidad se ha vuelto tan intrincada que ni siquiera podemos acusar al socorrido imperialismo americano: los actores de la historia tampoco están en la Casa Blanca. Y esto sólo puede significar que el poder está en otra parte. Tal vez más cerca de lo que pensamos, pues hablamos constantemente de «los mercados» sin comprender bien a quién nos referimos. Sabemos que están globalizados, que se mueven a gran velocidad porque se han liberado de las ataduras del Estado, las lealtades nacionales y las trabas morales; sabemos que su poder se alimenta de su invisibilidad, que no rinden cuentas ante nadie. Y poco más.
A quienes nos obcecamos en el estudio juicioso de la realidad, nos gustaría entablar con ellos un diálogo sobre la soberanía, la responsabilidad o el equilibrio de poderes. Pero ni se dejan ver ni nos dan tiempo. Y cada vez resulta más evidente que no se trata de seguirlos alocadamente, sino de detenerlos.