Sociedad

BARATO, BARATO

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En la tierra donde vivo hay mucha gente que ha venido de fuera. Los nativos suelen llamarles, genéricamente, «moros», sobre todo a los pobres. Muestran por la orilla sus mercaderías y me asombran por igual dos cosas: que no suden, a pesar de ir incorrectamente vestidos con chaquetas, y que no vendan nada. Les enseñan a los prematuros bañistas relojes de marcas apócrifas, elefantes de sucesiva madera noble, collares que fueron semillas, y blusas de colores audaces. Su oferta más sugestiva es siempre la misma: ¡Barato!, ¡barato! Se conoce que han aprendido únicamente dos palabras de nuestro vasto idioma. Coinciden con la propuesta gubernamental para pactar la reforma laboral, que nos puede salir carísima en huelgas, pero que está tirada en indemnizaciones.

¿A qué le llamamos «reforma laboral valiente»? ¿A que los españoles tengan cada vez más miedo al futuro a que no tengan futuro? El ex presidente Felipe González, que sí sabía lo que era posible hacer, le ha echado un cable a su correligionario. Su consejo no coincide con sus convicciones, pero no es posible seguir otro: hay que apretarse el cinturón hasta que se nos caigan los pantalones. La situación es tan tirante que nos obligará a usar esa antiestética prenda, que más que una prenda es un recurso de la ortopedia.

Los moros de la costa pronto venderán tirantes de colores. Se reconocen «causas técnicas, económicas, organizativas o de producción» para legitimar los despidos. Un gran repertorio de excusas para decir adiós. A veces bastarán 20 días. En otras ocasiones serán suficientes ocho para confesarle a alguien que ha tenido mucho gusto en conocerle y un placer mayor en no volverle a ver. El pregón de ¡barato!, ¡barato! se ha vuelto una consigna. Debiéramos pagarle derechos de autor a los «moros» de la costa. Alá es grande, pero hay cosas que ni Dios entiende.