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PENÚLTIMA EXCURSIÓN

MANUEL ALCÁNTARA
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He vuelto a ir al campo. Se entiende al campo de fútbol. «Con el cabello gris me acerco a los rosales del jardín», que dijo el padre Rubén, pero resulta que en La Rosaleda, a pesar de lo que su nombre indica, no hay rosas. No importa porque queda la fragancia de mi remota niñez, que se está volviendo cada vez más reiterativa con los años. En el 42 vi inaugurarla frente al Sevilla de los 'estukas'. Así llamados en infausta memoria de los aviones aquellos que unos años antes me habían bombardeado la infancia. El gol no se podía cantar en los graderíos porque no había graderíos, apenas dos filas y siempre ocupadas por los culos de buen asiento que hubieran llegado antes.

He vuelto al campo, como decía, y he pasado mucho miedo. Mi Málaga siempre ha sido un equipo ascensor, lo que obliga a descender muchas veces para conquistar esa fama. El Málaga, descontando algunas ráfagas, jamás ha sido digno ni de la ciudad ni de la afición. Muchos negociantes y muchos golfantes lo han dirigido hacia el abismo. Tiburones de excepcional apetito financiero se han alimentado del «frente boquerón». Ya vendrán tiempos mejores, pensaba yo, pero el caso es que ya no me queda tiempo para verlos venir. Por eso he temblado en La Rosaleda. Si el equipo bajaba a Segunda División no me iba a proporcionar la alegría de volver a verlo subir a Primera. Compréndanme, por favor, tal como van las cosas en España no es exagerado que tema que mi vida sea capicúa. Al final respiré y por poco no se me planta un lagrimón. Pude contenerme porque estaban conmigo mis mayores amigos y mi nieta más chica. Empatarle al Madrid, que es mi segundo equipo, fue una victoria. Miré al campo, y allí estaban los indestructibles aficionados festejándola. Ah, si estos pastos conversaran.