Sociedad

Palomar le canta al espíritu de La Viña

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El Piti le cuenta a David Palomar que era él quien iba a grabar las rumbas de Peret, pero que de pronto se le murió el guitarrista. «Así que le dije al de la discográfica que probara con el catalán, y fíjate por dónde pegó el pelotazo». Cualquiera sabe. Ese tipo de anécdotas, en La Viña, se venden al peso. Constituyen un género literario aparte. La verdad, la exageración y la fábula se confunden magistralmente. Por eso el barrio tiene un imaginario propio, distintivo, con sus héroes y sus villanos, sus historietas y sus juglares. Realismo mágico, calé y marinero, ‘made in’ Cádiz.

De El Manteca sale un vaho caliente, una exhalación agria que huele a fino, a chacina y a chicharrones. Palomar se despide de El Piti con un guiño, sale de la antigua Plaza Pinto, baja por la calle La Palma y para en El Albero. Son las doce. José Monge pregona en la puerta el cupón de los ciegos. Un carrito, cargado de barriles de cerveza, tiembla sobre los adoquines. Pepe ‘Rebujina’, el dueño de la taberna, limpia las mesas. David se sienta a la sombra de una palmera y pide una copa de manzanilla. Poquito a poco va aterrizando la clientela.

No es chovinismo barato, ni ganas de sacarle lustre a la etiqueta. Palomar nació en La Viña, en el número 20 de la calle Trinidad. Lo lleva a gala, sin alardes. Quiere a esa gente, a su gente, «porque es sencilla, cariñosa y humilde». Una familia extra. Un clan de regalo. «Me he dado cuenta, y no es broma, de que en cuanto paso algún tiempo lejos de aquí, canto distinto. No sé explicar por qué, pero me pasa». Lo notó en Sevilla, cuando hizo la mili ‘atrás’, en la compañía de Cristina Hoyos. Cinco años de exilio voluntario que dedicó a pulirse el eco y afinarse el timbre. A ‘domarse’ la voz, como dicen los expertos. Regresó hecho un cantaor de raza, sobrio y honesto, que no desentona en la primera línea. Lo clavó con ‘Trimilenaria’, la tarjeta de presentación que colocó su nombre en el mundillo. Ahora vuelve a la carga con un segundo disco ambicioso e ilusionante. Se llama, como no podía ser de otra manera, ‘La Viña, cantón independiente’.

Libertad, igualdad...

«El título no trata de señalar las diferencias, sino que es justamente un homenaje a lo contrario. Me gusta La Viña por lo que representa: libertad, igualdad y fraternidad. Aquí hay vecinos con dinero, y otros con los avíos justitos para tirar ‘pa’ lante’, pero hay un sentido de la comunidad, unas ganas de integrar a todo el mundo, un rollo de ‘vamos a llevarnos bien’, que debería exportarse», explica David. «No le canto a unas calles, sino a una manera de entender la vida, a unos valores que son universales, pero que en La Viña te los encuentras en cada esquina, que se practican día a día de una forma natural».

Pepe ‘Rebujina’ aparca la tarea. Detrás de la barra, entre carteles taurinos, cuelga un vinilo de Pansequito. En los estantes, una hilera de relojes viejos, una radio antigua, un capote, un sombrero cordobés y un busto de Camarón. Todo muy ‘tipical’, pero dispuesto al tuntún, sin premeditación ni alevosía. La taberna podría ser de los 60, sino fuera porque el periódico del día, abierto por la mitad, glorifica las hazañas del Atlético de Madrid.

«Aquí se habla sobre todo de flamenco, de Carnaval y de toros», declama Pepe, con un puntito teatrero, como si la decoración del local precisara de pie de foto. A la parroquia le ha dado también este mediodía por Zapatero, y hay división de pareceres sobre la congelación de las pensiones y el tijeretazo a la nómina del funcionariado. Entra Juan Villar y en diez segundos se lleva la conversación a su terreno. «Llegas tarde, Juanito», le reprocha Rebujina. «Joé, Pepe, es que ayer estuve grabando hasta las cinco, y esta mañana, a las diez, mi mujer me ha puesto en planta para arreglar papeles». El dueño de la taberna finge una mueca de disgusto. El cantaor le sigue la coña.

«Yo de David sólo puedo contar cosas buenas. Que tiene madera de artista se le ve desde los Levantitos. Por entonces me fui un día para él y le dije: échale ganas, estudia, aprende, que talento no te falta». Palomar sonríe, avergonzado. «Y me gustaba que siempre tuviera tiempo y modestia como para pedirte consejo. ‘Juan ¿por dónde tiro? ¿Remato aquí? ¿Lo alargo?’ Y yo le iba diciendo lo que me parecía…».

Chiquito de Cai se suma a la tertulia. Chaqueta gris, pañuelo al cuello, sombrero de patriarca. Se aclara la garganta. «Me ha dicho la doctora que van a tener que operarme otra vez», anuncia, señalándose el gaznate. «Claro, Chiquito –le suelta Perico ‘El Melu’– si es que no te callas». Pepe lo azuza: «Le recetaron dos meses sin hablar y a la semana y media ya andaba cantando».

El Melu, hijo de un torero reciclado en negociante de gallos de pelea que hizo amistad con Lola Flores, tiene una personalísima teoría sobre la ‘decadencia’ del arte jondo en Cádiz. Chiquito, Juan Villar, Pepe ‘Rebujina’ y el mismo Palomar la comparten. Si Perico la desgrana paso a paso no resulta tan descabellada. Defienden que todo se vino abajo cuando se cerró la plaza de toros, en el 67. «La mayoría de las familias que trabajaban en el coso y en el matadero eran gitanas y flamencas: los Ortega, los Mellizos, los Pitis… Los peones, los puntilleros, los matarifes, los areneros, todos cantaban, tocaban o bailaban. Después del cierre, se acabó un tiempo y empezó otro».

Olimpo viñero

La Viña tiene su propio Olimpo flamenco, con Pericón, Curro ‘El Dulce’, los Macandé y la estirpe de Villar, entre otros, marcando el paso. David se siente, modestamente, heredero de tanta solera. El suyo es un cante clásico, aunque en su nuevo disco se atreve con arreglos más arriesgados, algo de rock andaluz y hasta letras sociales. «Hay una temporera de Valderrama, un cante de trilla, que me traído a nuestro tiempo. Hablo de los males de la sociedad, pero en vez de los golpes de fragua, repicando al fondo, hemos puestos sonidos urbanos, que van subiendo de intensidad hasta que estallan en un caos de ruidos de coches, carreras, discursos políticos, etc…». Juan José Téllez le ha escrito dos piezas, y Jesús Bienvenido le firma un tanguillo de talante dieciochesco. Completa el trabajo con malagueñas de Fosforito, granaínas, tientos y bulerías.

A la hora del almuerzo, dos polacas se sientan en la terraza y piden un frito variado. Pepe ‘Rebujina’ corea la comanda. Por alguna ventana abierta salta a la calle el pitido sordo de una olla exprés. Juan Villar quiere otra. El Melu se enciende un cigarro. Chiquito se toca, con un gesto cortés, el ala derecha del sombrero. «Me voy, David», le dice a Palomar. «Que no me entere yo que sales de Cádiz sin mi permiso».

De pronto son las dos y el sol pega con ganas. A pesar del levante, hay niñas camino de La Caleta. «Nos quitaron los naranjos y nos pusieron las palmeras», se queja Pepe. «Pero yo aproveché y les escribí una letrilla». Marca la cadencia con los nudillos, sobre la mesa, y canta: «Las palmeras hacen compás, lo he visto en la calle La Palma; las palmeras hacen compás, cuando escuchan al Rebujina, templarse para cantar». Sus paisanos aplauden. La vida late, a su propio ritmo, en el corazón de La Viña.