El ruedo del agua
Actualizado:H ace tres mil años, en la misma atalaya que ahora corona una torreta destartalada y vacía, un centinela fenicio alertaba a los pescadores de que venían los atunes. Les marcaba, con señales de bandera, la posición del banco, y los botes de espigas de cedro, tintados con brea, formaban para armar el cerco. Los marineros tiraban las redes menores y después cerraban la trampa con el azadal, el tendido más duro, arrastrado por anclas de seis quintales. Los jóvenes se lanzaban al mar y arrinconaban a los mejores ejemplares, hasta que los arpones engarfiados los izaban a cubierta. El agua, roja de sangre y negra de cieno, era un hervidero de mugidos y coletazos.
Hoy el ritual es prácticamente el mismo, aunque la presión de los ecologistas ha convertido la pesca del atún de almadraba en un arte moribundo. Las cuatrocientas familias que viven directamente en Cádiz de esta faena antigua respiraron aliviadas a principios de marzo, cuando la presión de los japoneses logró tumbar la propuesta de veto de Mónaco, que pretendía incluir el atún rojo en el listado internacional de especies protegidas. El mundo les daba una tregua. Aun así, en Barbate, Tarifa, Zahara y Conil, han tomado buena nota del aviso: cada año, barruntan en las tascas del puerto, puede ser el último.
Agustín Rivera, marinero viejo, subrayaba ayer la paradoja, mientras los peones se afanaban en preparar los aperos para una nueva ‘levantá’: «Los cercados somos nosotros». Despuntaba el alba y el paisaje, a las puertas del almacén de la almadraba de Barbate, no era muy alentador: pesos y varas comidos por el moho, redes rotas, boyas pálidas que alguna vez fueron amarillas. El Levante y el oleaje han dado un respiro a la flota, y por el muelle se corre la voz de que habrá salida. Los buzos confirmaron a primera hora que los peces habían entrado en el corral. Son piezas grandes, de carnes magras y rojas, una delicatesen que los sibaritas comparan con el jamón de pata negra.
Rivera es consciente de que está asistiendo al declive de un modo de vida que se extingue. La Junta de Andalucía acaba de ofrecerles la posibilidad de prejubilarse, además de un incentivo de 20.000 euros para los que se comprometan a no volver a coger el punzón y desplegar las redes. El gesto, aunque parezca oportuno y solidario, tiene pintas de mal augurio. «Nadie confía en el sector». Al final, dice, «la almadraba quedará como una especie de técnica residual, como una curiosidad, porque pagaremos el pato de la pesca masiva, casi descontrolada, que se hace antes de que los atunes lleguen al Estrecho».
Fernando Muñoz, el veterano capitán de la almadraba de Barbate, imparte las últimas órdenes previas a la partida, controla que las naves de canto, de tierra y de fuera hayan cumplido con su función de tender el complejo de mallas. A pesar de que sus hombres son fuertes y avezados, siempre hay lugar para el nerviosismo. Sabe que en los últimos años los ejemplares han perdido peso, que las exigencias administrativas reducen el margen de rentabilidad de las exportaciones, que las cuotas juegan al límite, que la temporada ya no llega a los siete meses, y cada ‘levantá’ es un lujo que no puede desaprovecharse.
A las nueve, los faluchos abandonan el puerto. Los marineros hablan bajito, canturrean o fuman, asomados a la borda, mientras los barcos se alejan de la costa gaditana. Fernando Núñez se aproxima a la trampa en una nave a motor. A él le corresponde la mayor carga de responsabilidad: tiene que dirigir el copo, la última red, la más gruesa y resistente, que encerrará a los atunes en un ruedo de agua. De su maña depende que la jornada sea fructífera o resulte un fiasco. A tres mil metros de la playa, las demás embarcaciones lo esperan.
Las naves completan sigilosamente el cuadrado y la izada comienza por fin a una señal del capitán, que grita ‘¡arría!’ desde la nave de sacada. Los pescadores tiran de la red de fondo, seguros y acompasados, con la ayuda de poleas, para que los atunes salgan a la superficie. Los fenicios lo hacían marcando el ritmo a golpe de tambor. A los marineros gaditanos les basta con un quejido uniforme. El buche sube lentamente y el mar hierve de pronto de coletazos y espuma. A una orden de Fernando, seis hombres se arrojan al agua.
Un ejemplar de 300 kilos, luchando por su vida, acosado y sin aire, constituye por sí mismo un espectáculo abrumador. Los animales, aprisionados en el copo, se retuercen, saltan, mugen de una forma extraña. Los alaridos de los marineros se aceleran. Los copejadores, hundidos hasta la cintura, han optado por el sistema de lazo, que consiste en ‘cazar’ a los atunes por la cola, con un sedal, como hacían los cowboys con las cabezas de ganado. En Barbate y Zahara también utilizan los bicheros, unos garfios anudados a la muñeca, con los que intentan acertar al atún en la cavidad de los ojos o en las agallas, darles un tajo preciso que les ahorre el sufrimiento y evite que la carne se estropee. A los expertos se les distingue por la habilidad con que atinan, de un solo corte, en la zona exacta. Después arrastran la pieza hasta el cerco de embarcaciones, donde los marineros los atrapan y los lanzan sobre la cubierta, aprovechando el impulso de los animales agonizantes.
Fernando grita las órdenes en un código que únicamente los iniciados entienden, refiriéndose a los pescadores por sus apodos. «¡Cierra allá, que se sube!», «¡Mira, mira, pegado al mojarcio!» El cerco se ha convertido en el escenario de una lucha sin cuartel. «Ésta es la parte más dura, la más peligrosa, pero también la más bonita», cuenta el copejador José Delgado, con 30 años en liza. «No son pececillos. Un coletazo en el vientre, de un bicho enorme, de más de 400 kilos, puede hacerte mucho daño si le pierdes el respeto». Por eso conviene dejar que se ahoguen, que la falta de oxígeno les vaya debilitando, y se dejen conducir sumisamente hasta el borde de las cubiertas.
José rumia sus preocupaciones, mientras prosigue la ‘levantá’: «En esta tierra, hay pocas alternativas para salir adelante, por no decir ninguna, como para que enciman nos quiten una de las que ha servido para alimentar nuestras familias durante siglos. Los jóvenes, o tienen el mar, o cuaja el turismo, o se recupera la construcción, o acabarán echándose a perder. No hablo del futuro. Hablo de ahora mismo. Y de mañana, cuando todo esto no sea más que recuerdos y fotos viejas».
Uno a uno, los atunes desfallecen en la trampa y caen. El capitán está contento. Es la cuarta ‘levantá’ de la temporada, la primera de la almadraba de Barbate. 264 piezas, con un peso medio de 200 kilos. El récord, este año, estaba en 40. Vuelven a puerto, cansados, doloridos y satisfechos, a descargar los ejemplares y comentar el lance, como antes hacían sus padres y sus abuelos, en la taberna o en la cofradía, para dar las gracias a la Virgen del Carmen. La pregunta, al final de la jornada, se hace inevitable: ¿Hasta cuándo? El ritual puede tener los días contados. Y lo contemplan 3.000 años de historia.