Imaginación y educación
¿Existen fábulas políticamente correctas? ¿Para qué valen los cuentos?
Actualizado:En nuestro ilustrado Ministerio de Igualdad, en algún rato libre, alguien cayó en la cuenta de que detrás del lobo de Caperucita se esconde, apenas disimulado, un violador incestuoso; de que en la casa de Cenicienta se siguen pautas machistas en el reparto del trabajo doméstico; e incluso de que en todos esos cuentos que terminan con boda y perdices se reproducen estereotipos sexistas y se fomentan prácticas venatorias ecológicamente poco sostenibles.
Dicho y hecho, con la colaboración del sindicato, diseñaron un Plan, con mayúsculas y con el consabido soporte multimedia, para educar a educadores, me figuro, o para reescribir las historias en las que se forma la imaginación de los niños… en el supuesto de que nuestros niños sean capaces todavía de prestar atención a una historia que tenga planteamiento, nudo y desenlace, sin apretar a cada minuto un botón interactivo. El sueño de la razón produce monstruos, unas veces, y, otras, no pasa de producir situaciones chuscas.
Quiero creer que la mente de los niños es más complicada de lo que imaginan nuestros educadores. Y los procesos de formación, más sutiles. No basta con predicar «¡A!», y suscitar un aplauso, para que el niño entienda por qué «A» es bueno y qué significa «A» en cada caso. Ni basta con eliminar «Z» del campo de visión para que la posibilidad de «¡Z!» deje de asomarse a la mente. En las fábulas, al menos en las buenas, lo correcto y lo incorrecto, lo cercano y lo lejano, guardan siempre una relación más fina.
«Pensar por pares parece una necesidad», escribe Gianni Rodari el gran escritor italiano de relatos infantiles, en una nota sobre Hans Christian Andersen. «No es posible decir ‘calor’ sin pensar también ‘frío’, decir ‘blanco’ sin que surja el ‘negro’». Algunas veces los pares son totalmente arbitrarios, y entonces entra en juego la imaginación. Con las fábulas, los niños aprenden a pasar de lo blanco a lo negro, de lo bueno a lo malo, arbitrariamente. Es un ejercicio imprescindible. Pero no por el «contenido inmediato» de lo que cuentan, por «la ideología de la que pueden ser portadoras», sino porque a través de ellas se aprende a «afrontar la realidad con el ojo libre de prejuicios, a inventar puntos de vista para observarla, a ver lo invisible, igual que un científico ‘vio’ las ondas electromagnéticas donde nadie antes había visto nada».
La psicología ministerial, por el contrario, supone que basta aplaudir lo correcto y denostar lo perverso para que los niños se comporten correctamente. Se equivocan. Lo único que se consigue con esa receta, si es que se consigue algo, es atrofiar el órgano de la imaginación, con el consiguiente empobrecimiento de la sensibilidad ética.