Un reino de este mundo
Petrificada en el tiempo, la Iglesia sufre ahora la crisis de la pederastia y deberá adaptarse a la Justicia terrenal
Actualizado: GuardarEn los años cincuenta y sesenta religiosos de todas las órdenes, frailes, curas de pueblo, misioneros recién llegados del Congo Belga o de la India rastrillaban colegios, escuelas, institutos y parroquias, en un afán casi obsesivo de «descubrir vocaciones». La presencia de los enviados a detectar a los chicos en cuya frente se habría posado el dedo de la selección divina excitaba las aulas sobremanera. En las parroquias de la España rural la recogida de vocaciones era especialmente fructífera porque si la vocación no se manifestaba con la claridad necesaria en el candidato sus progenitores daban el último empujoncito. Si el chico había salido aplicado, a cambio de alistarse en el tropa sacerdotal, estaba garantizada su alimentación en régimen de internado, su formación especializada en humanidades y un oficio respetable para el futuro, mal remunerado, pero seguro. Y, con suerte, el muchacho podía llegar a obispo. Se construyeron enormes seminarios para albergar aquella multitud de aspirantes que luego habría que encauzar hacia la docencia, el sacerdocio puro y duro o la estimulante misión en los continentes pobres. Ahí se fraguaron algunas generaciones de profesionales que saltaron del barco antes de que los votos les comprometieran a perpetuidad pero también miles de religiosos que empujados por la miseria en sus hogares de posguerra o deslumbrados por las imágenes de la jungla y la sotana blanca, la choza, el negrito, las lanzas y el salacot, acabaron cautivos en polvorientas sacristías sin vocación, sin aventura, sin horizonte.
Más tarde el desarrollo, el hedonismo, el sesenta y ocho, el olvido del hambre cambiaron radicalmente el escenario socioeconómico en España, en Irlanda, en Italia, en Alemania y el acceso masivo a la educación gratuita pinchó la burbuja religiosa de posguerra. Los desmesurados seminarios quedaron vacíos como esqueletos del pasado y la Iglesia asistió perpleja a la «crisis de vocaciones». En el desconcierto de la indiferencia social a la oferta sacerdotal la comunidad dirigida desde Roma ya no logró recuperar la sintonía con la calle. Ni adaptar su lenguaje y el rito a los cambios; ni romper el silencio y la oscuridad del pecado y el delito de los abusos pedófilos; ni permeabilizar sus estructuras al avance de los derechos de la democracia burguesa. Petrificada en estructuras añejas ahora sufre la gran crisis de la pederastia, donde se combinan facturas que surgen de un pasado que creían enterrado con la guerra sigilosa de las confesiones por una parte del pastel. Algunos «empresarios morales» intentan descalificar la voz de su Pontífice mientras sigue la tortura de los recuerdos de las víctimas que aflora al calor de indemnizaciones que no absuelven del crimen sin castigo. El reino de la Iglesia es de este mundo pero si no acepta sus reglas de juego en la Justicia terrenal la brecha se hará cada vez más grande.