SUPERSÓNICOS VS AGOREROS
El creciente prestigio de nuevas salas en La Punta es un ejemplo de que aún resulta posible combatir la inercia pesimista en esta ciudad, incluso en el entorno menos favorable
Actualizado:Es difícil mentar la Punta de San Felipe sin que aparezcan ideas cercanas al clasismo, los prejuicios por edad, el temor al exceso y la violencia. Aquel lugar, como ninguno, representa el talento de los gaditanos para desaprovechar ventajas naturales que sólo emergen compinchadas con la ingeniería. Somos vanguardia a la hora de convertir en escombreras paisajes espectaculares. Podemos presumir de potencia mundial en explotar como parking o cuartel vacío rincones que, despejados, provocarían silenciosas exclamaciones de admiración en cualquier paseante. Bastaría con lavarlos y dedicarlos a un servicio demandado (bulevar, hostelería, deporte...). Aunque hay una docena de ejemplos dolorosos, ninguno reúne tantas piezas como ese brazo gris que cierra el Muelle Comercial. Puerto América y su retahíla de proyectos frustrados, su edificio de aspecto bombardeado, el abandono crónico del malecón elevado, el botellódromo pintarrajeado, los proyectos náuticos parcheados... Todo rezuma desilusión en una zona que, hace 20 años, parecía el enclave de nuevos equipamientos. Casi todo quedó reducido, literalmente, a una mierda.
Pero de todos los departamentos estancos de la zona, el más conocido es el conjunto de locales. La parte que se confunde con el todo al darle nombre: La Punta. Parida en los años 90, estaba destinada a ser un lugar en el que confinar el trasnoche sin interferir en el descanso de los vecinos. Pocas opciones más tenía una ciudad con minúsculo y agotado término. Era una de las más realistas y no comenzó mal.
Hasta hace 12 ó 14 años, acogía establecimientos visitables, con variedad de ambientes y edades. Pero una deriva general, compleja, la convirtió en campo abonado para la alarma. De reyertas frecuentes a batallas campales, del grosero consumo de drogas a la tensión generalizada. El crimen de Fran Gamboa (con un relato judicial que provoca lágrimas de dolor y rabia a cualquiera que tenga el valor de oírlo) fue el horror máximo que creó una sensación generalizada. Era un sitio, en suma, al que mejor no ir. Esa percepción no sólo cundió entre los nacidos antes de 1970, afortunados en su juventud y maltratados ahora por la vida (?) nocturna de la ciudad. Esos ya son usuarios infrecuentes. De forma chocante, tambiér era habitual que renegasen de aquello chavales de 19 años, chicas de 24. Decían que jamás ponían el pie en aquella selva.
Invertir la tendencia
En esa situación de rechazo, aún viva y que conviene confesar, brilla más la apuesta de cinco jóvenes ingenieros, todos nacidos después de que muriera Franco, cuatro gaditanos, un madrileño, sin más compromiso que afianzar, compartir y vender un proyecto en el que creen. Como dice Fito Cabrales, merecen mayor admiración «las flores que crecen en la basura» y su proyecto, la sala Supersonic, es uno de los primeros pasos para convertir aquello en algo parecido a un jardín sin amapolas, a un digno patio de recreo, en una ciudad con famélica oferta noctámbula, en cantidad, calidad y horario. Su contribución comercial, épica y ética, con un proyecto de recuperación de la zona debería convertirse en un ejemplo de pelea contra la inercia, la opinión general y los malos augurios.
Isaac Landróguez, Aurelio Guzmán, Aitor Serviá, Fran Carollo y Luis Téllez son los cinco propietarios (con el apoyo de Kiki, no el fotógrafo) abrieron, hace cuatro meses, una sala que casi todo el que descubre, halaga. Sólo parecen tener un credo: aspirar al mejor directo, poner la música en el centro de todo, cuidar detalles, agradar al cliente y tratar de conservarlo. Se trata de espantar el 'anganguismo' para atraer a seres capaces de convivir. Hasta ahora, era lo contrario.
Más que copas
Es un local. Hay más. Lo mismo, con mil matices, cabría decir del Pay-Pay, la sala W y otros muchos, acomodadores en plena noche oscura. Pero en el caso de Supersonic (como el nuevo Anfiteatro, Le Chic y varios más), con el mérito añadido del miedo al entorno, que ellos han empezado a eliminar con la constancia que nace de la convicción y con el riesgo particular.
No hablamos de bares, ni siquiera de música 'indie', teatro, rock ni espectáculos en directo. Ya sé que a muchos con más de 40 tacos les pueden parecer asuntos lejanos, ajenos (les compadezco) pero hablamos de la oferta cultural, turística y comercial, de la vida cotidiana de una ciudad de pulso débil. Si quiere conseguir alguna esperanza, debe conservar y alentar la actitudes de los que son capaces de hacer rentable un proyecto (una revista o una peluquería) contra los agoreros, en un lugar (Cádiz o La Punta) al que casi todos dicen que no quieren ir, del que todos dicen que se quieren largar. Se trata de decir que hay futuro a base de doblarla y pensar en presente.
Se trata de que, ahora, todo el mundo te recomienda ir. Igual que, antes, todos te desaconsejaban pasar por allí. Se trata de que hay gente que parece hacer lo correcto, a través del esfuerzo y la creatividad. Se trata de aplaudirlo, en una especie de oración para rogar por que esos modos sean contagiosos.