La culpa de los inocentes
ARQUITECTOActualizado:En el mundo de la comunicación, el suceso inusual es la materia de la que están hechas las noticias, lo que ya de por sí precisa de una realidad perturbada, subiendo las audiencias mientras mayor sea la magnitud del trastorno. Los que leemos la prensa escrita nos nutrimos de desgracias y escándalos, aun cuando en gran medida hayamos perdido ya la capacidad de escandalizarnos. Existe una realidad subjetiva, que es la que se fabrica particularmente cada uno, y otra realidad, la mediática, objetivada en el contenido común de los miles de ejemplares que componen la tirada diaria de los periódicos. No es cosa de discutir sobre la objetividad de los medios. Sabido es que, a diferencia de otras formas de lectura, la de un periódico es un acto de afirmación, de manera que consideramos objetivo al que es de nuestra cuerda y tendencioso al que no lo es. Pero en algo coinciden todos: en aquella parte de la realidad que escapa a la ambigüedad interpretativa, como la barbarie absoluta del atentado terrorista, la brutal violencia de género o la obscenidad sin paliativos de las corrupciones político-económicas. Hemos perdido ya la cuenta de estas últimas -Astapa, Ballena Blanca, Malaya, Palma Arena, etc- sumarios a los que se le han puesto nombres como a los huracanes, generalmente femeninos. Su profusión hace que abrir hoy un periódico sea como destapar el ataúd de un cadáver maloliente, pero lo grave es que nuestro olfato narcotizado se haya acostumbrado al hedor y que la basura de esa otra realidad, la que traduce la prensa, sea un componente natural de nuestro ecosistema.
Aunque pueda parecer milagroso el Estado de Derecho funciona; funciona desde el momento en que los casos de corrupción se denuncian, y los «presuntos» suelen acabar en el banquillo certificando la victoria del bien sobre el mal, como obligaba el código Hays a las películas de Hollywood a mediados del siglo pasado. Pero el triunfo de la ley sería completo si su efecto ejemplarizante consiguiera disminuir el número de delitos de lesa civilidad, cuando lo que ocurre es justamente lo contrario. ¿Por qué? No es preciso mirar hacia la Italia de Berlusconi para buscar la explicación que podemos encontrar en nuestra misma casa. Creo que es una auténtica tragedia la convivencia indiferente con el delito, sin que haya que acudir a los demoledores informes de 'Transparency International' para percibirnos a nosotros mismos como uno de los países más corruptos de Europa, sencillamente porque no parece que eso nos importe demasiado. Este aletargamiento ante la corrupción nuestra de cada día traduce el desarme moral de una sociedad sin recursos para afrontar unos problemas que exigen una decidida respuesta colectiva, pero desde la solidez de la conciencia ética de cada uno de sus individuos. Nuestro país, sumido en una crisis más aún de valores que económica, sale al campo de juego con la escasa motivación de un equipo de fútbol que tiene garantizado ya su descenso a segunda.
Las leyes no pueden dar abasto si ante las corrupciones no se han producido lo filtros previos de una purgación social. Todos los gremios, profesiones y organizaciones corporativas disponen de sus mecanismos internos de depuración ante las prácticas deshonestas de una parte de sus miembros. Podríamos contar con los dedos de una mano las veces que esos mecanismos han servido para sus fines y no para los contrarios, es decir, la cobertura de los privilegios estamentales. En cada sector de la vida privada o pública se sabe perfectamente quiénes son los elementos honestos y quiénes los corruptos, ineficaces o incompetentes. Aquí nos conocemos a todos. Los arquitectos honestos, por ejemplo, saben qué colegas cobran comisiones por los materiales que colocan en sus obras; los periodistas honestos saben quiénes son los mercenarios de la información, poniendo precio a sus críticas y opiniones; los funcionarios honestos saben quiénes son los zánganos que arruinan a los ciudadanos desde una burocracia infernal amparada en la seguridad de un sueldo público y vitalicio. Y así podríamos seguir hasta llegar a la política, que no es precisamente una excepción. ¿Hay que esperar a que la burbuja de la corrupción política sea incontenible para que reviente con estruendo y tengan que abrirse sumarios con imputaciones que conllevan décadas de cárcel? Los políticos honestos ¿de veras no saben ya, desde el mismo momento en que se afilian, quiénes en sus partidos están en ellos sólo para medrar a la sombra del poder? No creo que la judicatura se haya hecho digna de mucha confianza últimamente pero ¿hemos de esperar a que sea ella la que cargue en exclusiva con la responsabilidad de denunciar a unos desaprensivos que están consiguiendo reducir a polvo la autoestima de un país?
Esta sociedad estará gravemente enferma mientras no sea capaz de depurar a los granujas en los primeros niveles de sus delictivas trayectorias. Cuando la Justicia finalmente actúa, los que nos consideramos inocentes solemos decir: «Se veía venir». Sí, se veía venir, pero todos hemos callado porque la complicidad es el sustrato ecológico de nuestro degradado biotopo social. La cobardía hace que los llamados inocentes guardemos el silencio de los corderos, pero hay que ser muy hipócrita para no vernos a nosotros mismos como los primeros culpables bajo nuestra esponjosa y mórbida piel de ciudadanos ovinos, amparados en la confortable docilidad del rebaño.