CRÍTICA TAURINA

SE CAE LA CORRIDA DE ANA ROMERO

Con el único de los toros que resiste sin claudicar ni derrumbarse firma faena de mérito y triunfa Román Pérez

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Se cayó la hermosa corrida de Ana Romero. Rodaron por el suelo cinco toros. El primero, un moñudo cinqueño con toda la barba; y el segundo, que se derrumbó hasta seis veces; y el cuarto, que había dado muestras de bravura y viveza; y el quinto, que iba a venía a duras penas, muy fatigosamente; y el sexto, tras tomar un picotazo enhebrado, pareció lesionarse y fue devuelto. La devolución fue decisión caprichosa del palco, que se había negado a atender la petición de Ferrera de cambiar tercio con una sola vara porque era sencillo adivinar que los toros no iban a poder con la segunda.

Las incesantes lluvias de invierno en Alcalá de los Gazules, provincia de Cádiz, se cobraron como pieza tardía esta corrida de Ana Romero de impecable apariencia. Por alguna misteriosa razón uno de los toros aguantó en pie el combate entero y lo hizo embistiendo con la dulzura característica de la ganadería. La única de sangre salmantina de Santa Coloma instalada en Andalucía.

El héroe fue el tercero de corrida, que en fiera aparición sacó de cuajo las tablas de un tramo de barrera y luego quiso con templada nobleza por las dos manos. Embestidas al ralentí.

Al son de ese ritmo se acopló enseguida un torero de la tierra, Román Pérez, oriundo de Salamanca pero arlesiano de cuna y crianza.

Torero de poderosa apariencia, generosa talla y largos brazos. Sin forzar la figura, sin embargo, Román toreó con la cintura, empapó toro y se acompasó a ese ritmo como de caja de música que sacó el toro. La moda moderna de ligar sin soltar toro, que no es propiamente ligar sino devanar madeja. Pero, también, la pureza de ligar en serio dos tandas, una por cada mano, y de sacar limpiamente los muletazos. Con firmeza.

La ciencia del torero

Y con ilusión de torero nuevo: sólo el pasado septiembre, y en las fiestas de las Primicias del Arroz, aquí mismo, en Arles, Román tomó la alternativa. Es torero técnicamente madurado y capaz. Y con ese toro, ahormado por él a base de recursos y muñeca, dejó probada Román su ciencia. No es que el carácter del toro la pusiera a prueba. Pero hubo que tenérselas despacio con el toro, que, abierto de cuerna y herido muy trasero en varas, se daba pero no se regalaba. Una estocada desprendida. Dos orejas. Con el sobrero de López Gibaja, hondo, en el tipo de algún Domecq de procedencia, y toro noble, el trabajo de Román no tuvo tanto interés. Faena de las de pegar pases. Sin redondear nada, sin perder los papeles. Ni la cara al toro. Una estocada defectuosa pero de rápido efecto. La oreja de premio fue regalo de la casa.

Pese a las repetidas claudicaciones y derrumbes, la corrida duró la intemerata. Los cuatro primeros toros se comieron una hora y tres cuartos. Las dos faenas de Joselito Adame fueron de las de dar las uvas. Muletazos formales, calmositos, de uno en uno; se caía rodado el toro, volvían a levantarlo y de nuevo insistía Adame en la misma cantinela. No hubo emoción. Sí la curiosidad de ver al torero tranquilo, vertical. Sin prisa. Pero en los dos turnos llegaron a exigirle que acabara. Por favor.

Ferrera hizo las cosas de más seguro oficio, las más lógicas. Lo propio de un torero competente. Los lances de recibo en los dos turnos fueron notables por su autoridad. Siete pares de banderillas sin escatimar ni entradas ni salidas. Y dos trasteos que tuvieron por misión mayor la de mantener en pie dos toros frágiles como flanes pero no sin carácter. De cinco años y medio el primero; muy en Buendía el cuarto. Porque con sementales de Buendía se refrescó en su día esta ganadería sacada de vacas y machos de Alipio Pérez-Tabernero. En la media altura Ferrera demostró su pulso. Se aplomó de pronto el cuarto. Cuando mejor pintaba la cosa. Muy seguro el torero.