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El vetusto encanto alemán y la riqueza natural sorprenden a los visitantes

G. ELORRIAGA
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Hay una evocación exótica de Namibia que nos remite al desierto del mismo nombre, un territorio árido donde las dunas de Sossusvlei alcanzan los 350 metros y su ondulante avance engulle bosques de acacias y cercena cauces fluviales. Pero nuestra relación con el país austral es más nutritiva. El grupo empresarial español Pescanova faena en sus caladeros y suministra buena parte de nuestro consumo de merluza.

La economía local ha buscado la diversificación de sus fuentes para no depender de los recursos pesqueros y la exportación minera. El turismo de la naturaleza ha experimentado un crecimiento importante, favorecido por la multiplicidad y riqueza de sus ecosistemas. A la observación de especies marinas en la bahía de Walvis Bay, se une el atractivo del Parque Nacional Etosha, al norte del país. La vasta sucesión de bosques y sabanas limita al sur con las montañas Ondundozonananandana, nombre nativo que significa 'lugar donde el muchacho perdió a su rebaño, probablemente a causa de un leopardo'.

Pero la mayor especificidad de Namibia quizá radique en el asombro que supone encontrar calles que remiten a la Alemania del siglo XIX. La arquitectura ecléctica, los tejados puntiagudos y las ricas fachadas ornamentadas rememoran la época colonial germana, fechada entre 1884 y 1915. Las ciudades de Windhoek, Lüderitz y Swakopmund conservan iglesias y mansiones, reconvertidas en hoteles o casinos. Otros vestigios culturales se hallan en la toponimia, la difusión de luteranismo o la precaria pervivencia del alemán. Los descendientes de aquellos primeros pobladores aún editan el 'Allgemeine Zeitung', el único diario en tal lengua en todo el continente.