TODOS TENEMOS UN PRECIO
Y también tiene el suyo Arturo Pérez-Reverte, aunque a algunos les parezca excesivamente alto. Él lo cifra en su amor por Cádiz
Actualizado: GuardarTodos tenemos un precio, decía una vieja canción de Víctor Manuel que no he parado de oír durante toda la semana. Ya saben ustedes que de tan antigua que me pongo, me dan cada cierto tiempo grandes ataques de hemeroteca que sólo se me alivian con horas de papel viejo que siempre vienen a confirmar mi diagnóstico, no hay nada nuevo bajo el sol. Verán, en 1910, por encargo de la Comisión del Museo del Centenario de 1812 -que era sólo una parte de la gran comisión que se había de hacer cargo de los fastos del Centenario- Pelayo Quintero, Pedro Riaño de la Iglesia y el arquitecto Juan Cabrera Latorre fueron designados para llevar a cabo el estudio del emplazamiento más adecuado para la construcción e instalación de lo que luego fue el Museo Iconográfico de las Cortes y el Sitio de Cádiz, el Museo Municipal, para entendernos. Un Museo en el que habían de conservarse y exhibirse documentos, y efectos varios relacionados con el paso de las Cortes por Cádiz cien años antes. Con tal empeño se proponía la adquisición de varias fincas en la calle Santa Inés, colindantes con el Oratorio, porque consideraban -con un criterio tan acertado y tan actual que sorprende- que el único lugar posible para el museo era justamente su lateral por cuestiones tan históricas como lógicas. En el informe aparece esbozado lo que sería el proyecto arquitectónico del museo «un anejo del histórico templo en que se cobijaron las Cortes y hasta pudiera con el tiempo conseguirse habilitar tribunas desde el Museo al templo con lo que todo visitante pudiera sin salir de su recinto contemplar el lugar en que se celebraron tan memorables actos». Hace cien años, ya les digo. Y otros cien años que tendría que esperar la propuesta. Esta semana, el proyecto de Francisco Torres para la construcción del Centro de Conocimiento -antes conocido como Centro de Interpretación- Cádiz 1812-2012, nos desvela que una pasarela acristalada conectará el edificio con la primera galería del templo para que los visitantes contemplen el lugar donde se llevaron a cabo las discusiones previas a la promulgación de la Carta Magna. Insisto, nada nuevo bajo el sol. El día que la historiadora Carmen Mateos Alonso -y esperemos que sea pronto dé a conocer sus investigaciones sobre el primer Centenario - de las que ya pudimos conocer algo hace un par de años en una magnífica conferencia pronunciada en el Casino Gaditano- más de uno y más de dos van a empezar a encontrar parecidos más que razonables con lo que fueron aquellos fastos y con lo que presumiblemente serán éstos, los mismos collares pero con distintos perros. Un lugar idóneo para los desencuentros.
Todos tenemos un precio. Hasta lo tuvo Cristo. Conviene recordarlo ahora que empieza eso que quieren que se llame Semana Mayor cuando siempre fue la Semana Santa. Todos tenemos un precio. También Arturo Pérez-Reverte, aunque a algunos les parezca un precio excesivamente alto. Un precio en el que el autor más prestigiado del momento cifra su amor por Cádiz, porque no aceptaría -si finalmente lo acepta- el comisariado de la exposición del Doce por dinero sino por amor. Y porque ese dinero del que tanto se ha hablado en la última semana no es más que la traducción de «dos años de trabajo, con completa responsabilidad, viajes, hoteles, teléfonos, mucho de mi tiempo, no lo voy a hacer por la cara». Claro que no. El trabajo, -aparte de un castigo divino- no es más que eso, trabajo, negocio, que como indica la etimología es la negación del ocio. Y todo y todos tenemos un precio.
El debate está en la calle. Desde la idea peregrina de hacer algo espectacular desde aquí y con los medios a los que estamos acostumbrados -el sueño de Morfeo- hasta quien compara el Bicentenario con la Expo del 92 y saca su propia regla de tres.
El comisario 'in pectore' avisa -y no es traidor- «si hay malos rollos, digo que no» y coloca así la pelota en el tejado de los ciudadanos que hasta ahora habían sido convidados de piedra y de meriendas de lo que se había venido celebrando. Intenso es el debate que no ha dejado indiferente a nadie, a unos por activa, a otros por pasiva y a otros porque ven, no sin asombro, cómo la historia se repite.
Lo lógico, aunque de lógica nunca hemos estado sobrados, es que se haga una exposición visualmente potente y llena de contenido, como finalmente ha confirmado el Consorcio. Una exposición, que independientemente de quién la organice o quién la comisaríe sirva de carta de presentación y de legado de la conmemoración. Quizá sería el momento de traer la Alegoría de la Constitución de 1812 que pintó Goya y que se encuentra en la Galería Nacional de Oslo, quién sabe si por ahí van los tiros, ojalá. Lo lógico, insisto, es que las Administraciones, las Instituciones o quien demonios se encargue de idear esta fanfarria se unan y presenten un proyecto común y único para la ciudad, en un espacio dotado de la infraestructura necesaria para albergar piezas originales o metros suficientes para contar lo que dicen que van a contarnos. El problema no es que alguien cobre treinta millones por un trabajo, ni siquiera que haya quien se lo pague, el problema -presumiblemente resuelto- es que no hay materiales ni lugares para montar dos grandes exposiciones sobre lo mismo y a la vez, como ya ocurrió en Madrid, donde por cierto también fue comisario Pérez Reverte.
En el pueblo de mi madre había dos cines. Para ganar clientela, el dueño de una de las salas rebajó el precio de la entrada, y el otro por no quedarse atrás, lo rebajó aún más. Así estuvieron algunos meses hasta que ninguno de los dos pudo hacer frente a los gastos que ocasionaba aquella medida populista y tuvieron que cerrar. Desde entonces, el pueblo de mi madre no tiene cine. Moraleja: En Villar del Río se quedaron esperando a Mr. Marshall. A ver qué nos pasa a nosotros.