La floración del baobab
Actualizado: GuardarConservo incólume la imagen del primer baobab que vi en Senegal. Su porte de planta hercúlea, de columna olímpica, me impresionó. A sus plantas se amontonaba, en pirámide, la cosecha de cacahuete de los raquíticos cultivos de Touba, pueblo que se defiende como Troya del sitio al que lo somete el sílice inmisericorde del Sahara. El baobab de la sabana, más elefantino y curtido, más fantasmal y enjuto que el de Madagascar, apenas verdea y flora. Diríase que tiene un carácter tímido y adusto, menos locuaz que sus hermanos malgaches. A unos metros de su monumental base, encontré un nido intacto de un pajarillo tejedor, que durante años he conservado como ejemplo del talento artesano, del primor habilidoso de la memoria de la especie de algún plumerito volador.
Conociendo Atu Haranasi, nuestro delegado en Atananarivo, mi atracción por el baobab, me organizó una noche de sábado, apenas aplacadas las lluvias, una excursión para asistir a la ceremonia de su floración, acto lúbrico de puntualidad ritual, que se oficia en la oscuridad. Como ofrenda femenina, pudorosa, las robustas flores se abren, todas a la vez como un coro de vestales, en un portentoso homenaje a la belleza; a la legislación silente de la fertilidad. En sólo un minuto, están todas abiertas, exponiendo su pubis de pistilos larguísimos, de color amarillo rotundo, entre sus hojas rojas como las pencas del ruibarbo. Esa explosión de voluntad materna, pone en marcha el mecanismo portentoso de la naturaleza, convocando a las mariposas esfinge, grandes polillas, y a los lémures, esos simios con ojos de lechuza, que parecen regalitos de feria. A ellos les toca libar y embadurnarse de su látex dulzón para cumplir con el mandato portentoso de la polinización.
A tanta hermosura, a tanto orden y armonía, a tanta involuntaria e irracional ofrenda y sacrificio, de florar y marchitarse en sólo una noche; a esa puntualidad de la hermosura manifestada en millones de gestos similares celebrados por centenares de millones de especies de todo tipo y catalogación, desde las simas marinas a las cimas del Himalaya, debieran corresponder acciones similares de la Especie Humana, la que, sin embargo, vive enajenada de espaldas a los mensajes de la armonía y la belleza, negándole a su espíritu el atributo de guardián del taxón y fedatario de la armonía legislativa. Quizá deba ser la etología humana la que asuma la responsabilidad de catalogarnos de nuevo, pues de poco nos ha servido acceder a los niveles del conocimiento que hoy nos asiste, por merecer similar catalogación que la del macaco de Berbería. Francis Bacon decía, que «los grandes cambios son más sencillos que los pequeños».