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En los 70 el negocio se complicó, «los marineros de la Base llegaban después de meses en alta mar». :: f. J.
Jerez

Confesiones de una vieja madame

La veterana 'doña' entró en 'el negocio' por casualidad, pero imponía unas normas férreas tanto a las chicas como a sus clientes 'La Piñera' abrió un prostíbulo en 1947 y lo cerró en 1981 «porque los hombres pedían cosas malas»

DANIEL PÉREZ |
JEREZ.Actualizado:

María 'La Piñera', de luto riguroso, acompaña el café con leche con un carajillo de coñac. Se lo echa al gaznate de un trago seco y carraspea. «Aguanto bien», presume, señalando la copita vacía. Son muchas noches de farra en el Rompechapines oscuro y suburbial de los 50, en el barrio gris y proletario de los 60, en las tascas de fino y achicoria, en las pensiones que olían a pescado, a jabón casero de manteca, a esparto y a repollo. La Piñera tiene el colesterol perfecto, el azúcar medido y dice que la tensión no le ha subido nunca de trece. «¿Mala vida? Mala vida la del campo». Y se ríe. Porque María fue prostituta primero, y una 'doña' discreta y respetada después. «A mí no me da vergüenza, de eso comíamos todos, pero a mis hijos sí, y mis nietos ni lo saben». «¿Una foto? Cinco. No, mejor diez. Cuando me muera». La madame, reciclada a sus casi 80 en una suerte de abuelita escandalosa, que cuenta chistes verdes y se palmea los muslos a destiempo, levanta de pronto una mano. El camarero, que le conoce el gesto, se acerca. Van dos. Del tirón. Sin dudar. Mientras, el café se enfría sobre la mesita de mármol.

La Piñera cuenta que de joven servía en una casa señorial y decadente, y que la echaron por tirar al suelo una olla enterita de berza. «Me resbalé, pero es que ya tenía fama de torpe y me ponía nerviosa». Con los avíos todavía pringando las losetas del comedor, salió por patas. «En la calle, sin dinero ni para el candil de aceite, me vino una noche a buscar un guitarrista al que llamaban.. Bueno, mejor no lo digo. Y me comentó que había un patrón, que iba al casino y tenía caballos, que quería celebrar un trato de tierras con una fiesta flamenca. Como yo bailaba, me pidió que fuera, y que me llevara a otras 'niñas'. La cosa era armar jaleo, alegrarles la reunión. Allí había jamón, conejo al ajillo y perdices escabechadas. Comimos, y bebimos, y algunas chicas se fueron luego con los señores por su cuenta. Yo, no».

Higiene y discreción

A la semana, uno de los tratantes se presentó en su casa para interesarse «por una gitana». «Le di el recado, y les dejé un cuarto, para todos los jueves, porque él tenía novia, y me daba siempre una buena propina por las sábanas y las complicaciones». En 1948, La Piñera tenía ya ocho 'niñas' a su cargo, «todas sanas, limpias y decentes». «Yo también entraba, pero cuando me daba la gana y con quien me daba la gana. En 1951 conocí a mi marido y me retiré de la 'dormía', pero alquilé un piso entero y seguí con la tarea hasta el 23 de enero de 1981».

Las normas que debían cumplir las señoritas, bajo pena de expulsión y desamparo, eran inflexibles: «Palangana y manopla, antes y después. Si a algún cliente le faltaba, aunque fuera una perra, ése no volvía; nada de novios ni pretendientes rondando en la calle». Para ellos: «No se fiaba a nadie, y el que tuviera la mano suelta, o pidiera 'cosas malas', se quedaba en la puerta». «¿Cosas malas?» María arruga el ceño. «Sí, cosas malas, de las que ahora hace todo el mundo».

La Piñera, los ojos rasgados, el pelo recogido en un moño enorme, saca tres galletas de fibra, envueltas en una servilleta, las trocea con mimo y las echa al café. Después, las empuja al fondo, haciendo presión con la cucharilla, hasta que se deshacen. «A ver, por gusto no se encamaba nadie. Si hubiéramos tenido dinero. La mía era una casa de gente seria. Había otras para trabajadores, que se llenaban cuando terminaba la vendimia, pero los jornaleros se iban sin pagar. Mis 'niñas' eran caras porque no pegaban 'el piojito', y trataban a los señores como señores porque los varones tenían que tratarlas a ellas como señoritas». «¿El piojito?» María abre las manos, harta de explicar lo obvio. «Las pulguitas, las manchitas, la costra, el arete...». «Había un médico, Don. Bueno, mejor no lo digo, al que llamamos una noche porque a una le dio un ataque y se retorcía de los dolores. Era un hombre muy bueno, y muy católico, y sin que nadie le dijera nada empezó a venir todos los meses. Les hacía pruebas y les hablaba un rato. Les decía que lo dejaran. Don. fue quien nos explicó que ponerse dentro una esponjita empapada en aceite de oliva no mataba a los bichillos de los hombres, y que por eso algunas se quedaban embarazadas y cogían infecciones». «¿Aborto?». «Yo de cosas feas no hablo. Si se tenía un niño, se tenía y ya está. Más de un caso conozco en que el padre esperaba a que el chaval cumpliera sus años y se lo llevaba luego de casero o de guarda, o a la niña la metía en la cocina o a fregar».

Los marineros de la Base

Abogados, corredores de tierras, toreros, cantaores, políticos. «Luego se cruzaban contigo por la calle y una ya sabía que era mejor cambiarse de acera, porque miraban para otro lado. Normal. Mis niñas eran discretas y ni saludaban, aunque este médico que digo, Don. siempre se quitaba el sombrero. Cuando murió nos entró una pena muy grande, y estuvimos pensando si ir o no al entierro, pero vino una criada, mandada por la mujer, y dijo que sí, que fuéramos».

«¿La Policía?». «Me acuerdo de un municipal viejo, primo de una. Cuando había movimiento por el barrio pasaba una vara por las rejas de la calle y así nos avisaba». Pero en los 70 el negocio se complicó. «Los marineros de la Base llegaban después de un montón de meses embarcados, y acababan siempre armando pelea. El barrio se puso feo, con los robos y la droga, y yo me harté. Tenía un dinerillo ahorrado, mi marido seguía con lo suyo, mi hija estaba 'estudiá' y cerré la casa. Los señores tampoco se portaban igual. Querían cosas malas, por culpa de las revistas americanas.

María 'La Piñera', liquidada la merienda, cierra de golpe la conversación. Antes de irse, rebusca algo en el bolso. Encuentra un mentolín, se lo echa a la boca y lo chupa con ganas, para disimular el aliento. «Mira, putas habrá mientras haya hombres. Pero hay putas que son decentes y putas que no. Eso hay que ponerlo, para que se entere el Gobierno. Pero mi nombre, no. El apodo sí, porque es de entonces. Pero mi nombre, no. Ponme María, como mi madre».