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PALABRAS MENUDAS

El triunfo de la vulgaridad

JOSÉ ANTONIO HERNÁNDEZ GUERRERO
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En mi opinión, el mayor peligro de la ola de vulgaridad que, colándose por las puertas y por las ventanas de nuestros hogares, inunda el ambiente familiar de olores desagradables, de ruidos destemplados y de colores estridentes, es su elevada virulencia y su incontenible difusión. Fíjense cómo se ha extendido la convicción de que cuanto más vulgar sea un comportamiento, mayor es su valor estético, literario, periodístico o económico. Si, por ejemplo, nos situamos en el ámbito de la escritura, abundan los escritores, los críticos y los lectores que están persuadidos de que un texto sucio, malsonante o grosero es un rasgo estilístico que, por sí solo, eleva su calidad literaria.

De la misma manera que algunos identifican la elegancia con la cursilería, la delicadeza con la blandenguería, la cortesía con la afectación y el respeto con la adulación, otros confunden la sinceridad con el descaro, la naturalidad con impudor, la espontaneidad con la insolencia y las palabras coloquiales con los vulgarismos.

Esta misma mañana, a la salida de la Facultad de Filosofía y Letras, escuché esta frase a una alumna que felicitaba a su compañera, tras un examen afortunado: «Hay que ver la suerte que has tenido, hija puta; ¡olé ahí tus cojones!». Es posible que, de esta manera, ella tratara de demostrar que ya había logrado alcanzar los derechos de sus amigos los varones: esos hombres maleducados que presumen de machos desinhibidos o de artistas modernos. Algo parecido les ocurre a algunos escritores actuales que, seducidos por el brillo de algunas expresiones malsonantes incrustadas en autores de moda, para presumir de literatos postmodernos, se sienten obligados a componer los textos adornándolos con picardías y con palabrotas vulgares aunque -como decíamos en los tiempos del destape- no las exija el guión.

En mi opinión, este hábito, más que un rasgo de estilo literario, es una muestra de mal gusto y de peor educación. Constituye una prueba de escasez de imaginación, de falta de originalidad y de sensibilidad, y nos proporciona evidencias de un exceso de frivolidad, de tosquedad y, a veces, de un incontrolado histrionismo. Me sorprende todavía más la ingenuidad de los que pretenden justificar esta mala educación aduciendo que «son palabras que vienen en el diccionario»: todavía no se han dado cuenta de que una cosa es la corrección gramatical y léxica, y otra muy diferente la grosería, la ordinariez y la chabacanería.