La tentación
Actualizado: GuardarConsiento en que las normas, las reglas, incluso las prohibiciones, sean un elemento imprescindible para llevar una vida equilibrada. Admito que la permisividad extrema puede terminar aburriendo, empachando. Es el hecho de estar vedadas lo que vuelve las cosas verdaderamente interesantes. Como dice la cantinela: «todo lo que me gusta es ilegal, es inmoral, o engorda». O todo a la vez. Y, sin embargo, qué difícil sustraerse a su reclamo. Qué inútil, además, si la tentación es reincidente y tenaz.
En tiempos de ayuno forzado o forzoso, el sentido del gusto de agudiza. Un régimen severo es el mejor estimulante del apetito, y un periodo de abstinencia lo suficientemente largo, el mejor acicate carnal y el más efectivo afrodisíaco. Los amores prohibidos suelen ser los más apetecibles, y el don de la imposibilidad convierte los sueños en dorados y cautivadores.
El pecado tiene mala fama. Nos advierten de sus fatales consecuencias, de la fealdad de alma y de cuerpo que acaba acarreando. Pero lo peligroso, por atractivo, es la tentación: el momento sublime en que la transgresión se ofrece, desnudamente bella, a nuestros ojos, oídos, boca, piel, lengua, manos... Lo difícil no es renegar del pecado, una vez experimentado; lo difícil (lo agotador, lo tortuoso) es evitar la tentación. Apartar a tiempo la mirada. Ignorar el deseo, el ansia o el apetito. Dice la plegaria: «No nos dejes caer en la tentación...». Sin embargo -y vuelvo a mi idea del principio-, una vida sin la emboscada continua de la restricción, una vida sin reglas que poder saltarse, sin cotos donde apetezca colarse como un furtivo, puede llamarse sosegada, serena, beata (en el sentido recto de la palabra), pero para llamarse feliz precisa de una puntita, aunque sea mínima, de clandestinidad, ¿no creen?