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La obra original de Stranvisky cuenta la historia de un militar que regresa a casa y cambia a Lucifer su violín por un libro. :: JAVIER FERNÁNDEZ
LA CRÍTICA

Pseudo-flamenco psicodélico

La recurrente utilización de la obra clásica adaptada al flamenco no convenció al respetable del Teatro Villamarta; La humorística de Manolo Marín amenizó a ráfagas una noche liviana

ANTONIO CONDE
JEREZ.Actualizado:

Por donde empezar. Resulta una tarea arduo difícil intentar reflejar y transcribir el espectáculo que se presentó anoche en Villamarta. Sin poner en duda la capacidad artística de Fernando Romero, gran bailarín, algo no cuadró a lo largo de la noche. Esperábamos una adaptación relativamente flamenca o aflamencada de la obra de Igor Stravinsky 'Historia de un soldado'. La colaboración de Isabel Bayón y la presencia de Manolo Marín vislumbró lo que a priori podría ser una noche de las de recordar.

La historia que nos intentó contar el bailarín llegó hasta a ser entretenida. Unos diálogos en tono de comedia cedieron protagonismo a la danza. Mucho protagonismo. Considero que no debió ser así, salvo que esa fuera la intención del artista, aunque dudo que fuera ésa. Hubo momentos en la noche en los que no distinguí si era una obra flamenca, una obra de teatro, de danza, una comedia o simplemente un 'after hours'.

Y es que no todo vale a la hora de escoger un guión basado en lo clásico y adaptarlo al flamenco. En esta decimocuarta edición del Festival jerezano es ésta la tercera obra que intenta adaptar una obra clásica al flamenco, y lo que es peor, sin acabar de convencer. Sólo Fedra tuvo su sitio en algunos pasajes. La historia a contar se resume en la vida de un soldado que al regresar de la guerra pacta su alma (la guitarra) con el diablo a cambio de posición social y dinero. La trama se resuelve con la vuelta a casa del protagonista, la oposición de la familia y mujer, y la vuelta al infierno a recuperar lo perdido.

Con imágenes de guerra de trasfondo, algo en lo que sí acertó, con una escenografía que transmitía los pasajes de la obra, comenzaron Juan José Amador y Miguel Ortega por saeta, con la danza del soldado en filas. Las guitarras fueron de los mismos cantaores, que se ganaron el jornal, por el triple trabajo, ya que hasta escenificaron durante el recorrido teatral a modo de dos soldados compañeros de Romero. Tras la vidalita apareció Stravinsky recorriendo las butacas mientras Romero intentaba dialogar con la danza. Un rocambolesco Manolo Marín ejerció de maestro de ceremonias demoníacas, retando con el baile al bailarín.

Soleá por bulerías, bulerías, detalles por romances, soleá, seguiriyas, tanguillos, tientos, tangos y fandangos no fueron suficientes para dar entereza flamenca al tinglao. Y es que no todo vale para vender la moto. Si esto no aporta flamenquería al espectáculo algo falló. Un tono eminentemente humorístico en la voz y duende de Manolo Marín provocó las risas del respetable, que al menos se divirtió un rato.

Con teatro

Sólo los guiños al teatro, a lo irrisorio, al recurso fácil de la risa, amenizaron la noche. Aunque, todo hay que decirlo, Manolo Marín con su sola presencia encendió la fuente del flamenco. Algo que también hizo Isabel Bayón. Sólo cuando estuvo en escena, se marcó un paso a dos junto a Fernando de lo más flamenco. Pero no tuvo el papel que mereció. Una apuesta que parecía segura, y no pudo exprimir, pues la coreografía no se lo permitió. Destellos de gran belleza en sus formas, que ya conocemos de sobra, se salvaron en esta comedia de Fernando Romero. Por contra, buenas transiciones musicales, exceptuando los track psicodélicos, que aunque por seguiriyas, más pareció aquello una 'disco'.

Cabe entender la obra como un collage donde diferentes disciplinas artísticas colaboraron para dar sentido a la no siempre eficaz idea de aflamencar una obra clásica.