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Todos fuimos sus hijos

JUAN JOSÉ TÉLLEZ
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Hace ochocientos años, las almadrabas del Estrecho hubieran sido privilegio suyo. Hoy, las esquilman las factorías flotantes japonesas y las pretende proteger el Parlamento Europeo aunque sea a costa de quienes siempre convivieron -de manera sostenible según se dice ahora- con dichos laberintos de sangre y brea. Definitivamente, la aristocracia ya no es lo que era: llevamos dos años sin Luisa Isabel Álvarez de Toledo y Maura y veo a uno de sus hijos, Gabriel, pleiteando por los platós lo que pleiteó en los tribunales. Que era inculta, dice con pinta de peinarse en el tocador de la señorita Pepis. Que era inculta porque ignoraba las líneas sucesorias de los títulos y el legítimo reparto de las herencias. No porque pensara que su tatarabuelo Guzmán El Bueno hubiera podido ser musulmán y llamarse Outhman. O porque abundara tal vez en que la ruta de Cristobal Colón fuera otra bien distinta. Él se permite ponerla a parir a título póstumo porque ella siempre les inculcó que todo era criticable. Incluso él mismo.

Que estaba loca, había dicho ya La Duquesa Roja, como así la llamaron por sus devaneos antifranquistas, fue una rara, en el sentido de la palabra que utilizaron siempre Rubén Darío y Rafael Cansinos Assens. Una heterodoxa. Una fuera de serie. Una fuera de la ley, una forajida. Pero también fue una mujer trabajadora, que siempre tuvo la manía de que su prole se ganara la vida con el sudor de su frente y no con el de su genética: una ratona de biblioteca que escudriñaba la historia no tanto para revisarla como para reconstruirla. Así la recuerdo, enrocada en el ajedrez de su palacio con su viuda Liliane Dahlmann cuando aún no se había convertido en su esposa en artículo mortis: allí estaba la noble que se hizo noble cincuenta años atrás al protestar por la bomba que se le escapó a un bombardero estadounidense en la playa almeriense de Palomares, cuando Mr.Marshall estaba a punto de llegar a Rota en forma de Polaris.

Ese palacio y treinta hectáreas de pinar fueron sus últimas propiedades. Y el archivo, claro, que ella rescató de un guardamuebles de Madrid. Ocho siglos de memoria familiar sin perrito que le ladrara y sin heredero que lo reclamase. Lo mismo sus hijos tienen razón y ella les debía algún que otro arrumaco y una mayor tajada en el botín de su legado. Pero en cierta forma todos fuimos sus hijos. Republicana, ella desamortizó para beneficio de todos ese formidable patrimonio privado que hasta entonces fueron legajos, manuscritos, ideas y propiedades, cartas de navegación, privilegios reales, más de un tercio de historia oficial de este país al que, a falta de guillotina para ajustar cuentas con el pasado, una gentildama como Luisa Isabel le hizo el harakiri a su anacronismo hasta aproximarnos a un mundo en el que nadie se sienta más que nadie tan sólo por la necedad de haber nacido en una cuna con escudo de armas.