Turquía marca el paso
El Gobierno de Erdogan detiene a 67 militares, acusados de planear un golpe de Estado para poner freno a la expansión del islamismo
Actualizado:El primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, entregó 49 'cabezas' nada más pisar España (a día de hoy son ya 67). Su máximo valedor para ingresar en la UE -la gran apuesta de Turquía- podía estar satisfecho: el país euroasiático hacía los deberes. El Gobierno de Ankara sabe que un Ejército que va por libre y organiza golpes de Estado no tiene cabida en el Viejo Continente. La detención de diecisiete generales retirados, cuatro almirantes en activo y veintiocho oficiales de menor rango dejó sin palabras a más de un analista en Oriente Medio. ¡Era lo nunca visto! Se trataba de la mayor redada judicial contra mandos castrenses en la Historia de un Estado donde las Fuerzas Armadas han sido siempre la columna vertebral del sistema. Desde la fundación de la república en 1923 por el general Mustafá Kemal Atatürk, nadie se había atrevido a toser a la milicia. Los soldados eran los garantes de la democracia, el laicismo y el orden.
Por eso mismo tramaron en 2003 una sublevación para complicarle la vida al Ejecutivo de Erdogan; no tragan su islamismo y tomaron cartas en el asunto. Pero el tiro les salió por la culata: su protagonismo en la vida pública, tan ardoroso y contundente, se ha puesto en tela de juicio. Al menos por el APK (Partido de la Justicia y el Desarrollo), unas siglas que llevan ocho años en el poder y se han propuesto cambiar el 'chip' del Estado. Su ideario es demócrata-musulmán, neoliberal y profundamente europeísta. Algo así como un cajón de sastre: atrae lo mismo a hombres de negocios que a familias devotas del Islam y, sobre todo, a muchos descontentos con la deriva que sufrió la política y economía turcas en los años 90.
Aquella década fue infernal. La inflación llegó a rondar el 100% y las exportaciones a Rusia y Asia acusaron la devaluación de la moneda en aquellos países. Todo se conjuraba en su contra: la puntilla fue el terremoto de 1999 y la condena a muerte, luego conmutada, del líder kurdo Abdullah Ocalan. Ni la tragedia de 17.000 muertos ni el conflicto con una minoría étnica, fuertemente oprimida en tierras turcas, contribuyeron a mejorar el clima social. El turismo se resintió y, sobre todo, el orgullo ancestral de un pueblo que nunca se ha conformado con migajas.
Gran imperio del Mediterráneo
Tienen muy presente que hasta la Primera Guerra Mundial brillaron como el gran imperio del Mediterráneo, con una extensión que en sus mejores tiempos abarcó una vastísima parte del sudeste europeo, Oriente Medio y el norte de África. Nunca han sido colonia de nadie y, a estas alturas, están acostumbrados a tutear a cualquiera, ya sea EE UU, Rusia o Irán. Su conversión en tiempo récord en una república laica -lo consiguieron en 1923 sin derramamiento de sangre- es un buen ejemplo de una fuerza de voluntad arrolladora que, como se decía del sultán otomano Mehmet II, «puede hacer realidad los sueños». En definitiva, que no sólo se vuelcan jugando al fútbol y jaleando al Galatasaray.
Son gentes que se amoldan muy bien a un modelo de disciplina y eficacia, de ahí que acabaran marchando pacíficamente al son que les marcaba Atatürk; no les dolió prendas la prohibición del fez (el famoso gorro rojo tradicional) o la instauración del domingo como día festivo. Al general turco se le habían puesto entre ceja y ceja los modos y maneras de Occidente y, de esa manera, salieron adelante sin rechistar. Capearon largos años de inestabilidad, el extremismo de izquierda que no veía con buenos ojos el rumbo de la industrialización y, sin dormirse en los laureles, avanzaron con la cabeza bien alta. Carácter no les falta. Normal que, al final, les mortificara tanto no dar pie con bola. «Pues sí, en los 90 había una fragmentación fortísima de la vida política y coaliciones que no llevaban a ninguna parte. Y luego, en 2001, llegó la debacle. ¡Se sufrió un quebranto bancario monumental!», recuerda Francisco Veiga, analista político y profesor en la Universidad Autónoma de Barcelona.
La suerte estaba echada. Había llegado la hora del islamismo moderado y conservador -Turquía es un país básicamente de derechas-; aquella corriente había cogido fuerza en los años 80, promovida como antídoto contra el comunismo. Así las cosas, en 2002 la población dio su apoyo a un partido, el APK, que parecía capaz de sacarlos del atolladero. Poco importó que, en 1997, el Ejército hubiera lanzado un 'órdago' a otra agrupación de corte musulmán (Partido de la Prosperidad) que no paraba de lanzar discursos incendiarios desde el gobierno. Tras fuertes presiones, tuvo que apearse del poder.
Las Fuerzas Armadas nunca se han andado con tonterías; aquel ultimátum ha pasado a la posteridad como 'el golpe virtual' o 'posmoderno' porque, de lo malo malo, los tanques no llegaron a salir a la calle. A juicio de los altos mandos, no tenían alternativa: el laicismo corría peligro y había que dar un paso al frente. Aquella vez, se cerraron a cal y canto muchas emisoras de radio, escuelas y centros de formación islamistas. Pero no sirvió de nada. La derecha de inspiración religiosa ha seguido abriéndose camino en Turquía y, a estas alturas, cuenta con las bendiciones en Occidente.
Sobre todo por parte del presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, que ha encontrado en Recep Tayyip Erdogan un ferviente colaborador a la hora de sacar adelante su proyecto de 'Alianza de las Civilizaciones'. Es un plan a largo plazo que pretende estrechar los lazos entre Occidente y el mundo musulmán, con el fin de combatir el terrorismo fundamentalista por vías pacíficas. El islamismo tolerante de Erdogan no rechina en la estrategia de Zapatero y, además, tiene la baza de un conocimiento profundo de los países árabes aunque, eso sí, manteniendo las distancias. «Turquía siempre los ha mirado por encima del hombro. Es más, yo diría que hay ciertos tintes racistas en esa actitud. ¡Les molesta muchísimo que los confundan con ellos!», advierte Veiga.
Sexo y religión
A pesar de las macrodiscotecas, centros comerciales y rascacielos que deslumbran a los turistas occidentales en Estambul, todavía hay singularidades que marcan la diferencia con respecto a Europa. Una de ellas, por ejemplo, es el apartadito que especifica la religión en el carné de identidad; o que nadie ose reconocer públicamente que se siente ateo o agnóstico. «Hombre, claro que hay gente así en mi país... ¡Tan devotos como la mayoría de los católicos aquí! Es decir, nada de nada», confiesa Gül Iski Arkaç, profesora de Literatura y Lengua turcas en la Universidad Complutense de Madrid. Otro punto llamativo: son «poquísimas» las mujeres que pueden mantener relaciones sexuales a los 16 años sin el repudio de la sociedad. El pueblo turco se define como «machista o muy machista», con valores tradicionales marcados a fuego que muy pocos se atreven a superar. Si acaso, añade Arkaç, «las mujeres de clase alta y las profesionales de la farándula».
Tanta pasión, cuando se trata de defender las ideas más arraigadas, puede palparse en el ambiente. Más aún en los tiempos que corren, cuando saltan chispas a la mínima. El primer ministro Erdogan lleva tres años aplicándose a fondo para desmontar los postulados del legado de Atatürk; y muchos se lo están tomando muy, muy a pecho. Ni les hace gracia que aliente el uso del velo, ni les gusta que se estrechen lazos con los países árabes, ya sea Siria o Irán. «Esto último resulta una gran novedad. ¡El general turco dejó dicho que no se embarcaran en aventuras en Oriente Medio!», recuerda Veiga. Pese a todo, la sangre aún no llega al río. Que se lo pregunten a Antonio Gil, director del Instituto Cervantes en Estambul... «Ya, ya, la semana pasada entró un grupo de manifestantes en nuestro centro para llamar la atención, pero no pasó nada», cuenta con alivio.
Eran simpatizantes del minoritario Partido Socialista Democrático y la Policía se los llevó como corderitos. «Esto es una democracia consolidada, la más fuerte de Oriente Medio. Nada que ver con lo que muestran algunas películas (como 'Expreso de medianoche')». Aunque también reconoce que no ha estado «en ninguna cárcel de este país». Ya ven, Turquía, tan misteriosa y poderosa como siempre.