El mirlo blanco
Actualizado:En aquellos primeros días del verano del año 2000, Pepe Blanco se tomó un respiro para visitar su pueblo, Palas de Rei, en la provincia de Lugo, en el centro exacto de Galicia y en el penúltimo recodo del Camino de Santiago. Al entrar con su cuadrilla en un bar, Blanco se encontró con un viejo adversario político, Fernando Pensado, del Partido Popular y alcalde del lugar desde hace más de 20 años. Pensado, médico rural, le había derrotado dos veces en las urnas, cuando un joven y animoso Blanco pretendió alzarse con el bastón de mando de su municipio natal. Ambos se saludaron y conversaron brevemente sobre el crucial momento que vivía el PSOE. Unos días más tarde, el Congreso Federal debía elegir al nuevo secretario general del partido. Sin demasiado interés, como quien comenta el tiempo o el último gol del Madrid, Pensado le preguntó:
-¿Qué, Bono seguro?
Entonces, José Blanco le cogió por el brazo, se lo llevó a un extremo de la barra y le dijo:
-Apunta este nombre: José Luis Rodríguez Zapatero.
«No sabía ni quién era ése», confiesa ahora Fernando Pensado. Unas semanas después, ese tal Zapatero salía del anonimato para imponerse, en una reñida votación, a tres peces gordos del socialismo español: el oficialista José Bono, la guerrista Matilde Fernández y Rosa Díez, que ya empezaba a ir por libre.
Aquella apuesta insólita y acertada reafirmó la opinión que el alcalde de Palas de Rei tenía de su convecino: «Posee una tremenda intuición. Y una enorme capacidad de organización y de trabajo». Por eso, cuando los socialistas de la Tercera Vía (Jesús Caldera, Trinidad Jiménez, López Aguilar) quisieron convencer a Zapatero de que presentara su candidatura a secretario general del PSOE, enviaron a José Blanco para seducirle con la propuesta. El diputado leonés lo dudó, se lo pensó un poco y finalmente aceptó, con una única condición: que Blanco fuera su número dos. Así comenzó una relación que dura ya diez años y que no parece sufrir con el paso del tiempo ni con los muchos problemas que afronta el país. «Este Pepe las ve venir -suele confesar el presidente-; siempre va dos años por delante». Zapatero sabe que hoy dirige el Gobierno de España gracias, en buena medida, a este socialista lucense con gafitas de empollón, que no logró acabar Derecho, que se come las pes cuando habla y que, desde los 15 años, sólo vive para la política: en vísperas de aquel decisivo Congreso Federal, Blanco cogió una libretita y fue llamando agrupación por agrupación, tratando de convencer a todos los compromisarios para que votaran por aquel chico casi desconocido de León. Se gastó 80.000 pesetas en teléfono. De su bolsillo.
El hijo del peón
José Blanco López nació hace 47 años en Ferreira de Negral, una minúscula parroquia del municipio de Palas de Rei. Su madre, Erundina, trabajaba como modista. Su padre, Jesús, era peón caminero y luego se convirtió en chófer del parque móvil de Obras Públicas. Mientras tapaba baches por las carreteras de Lugo, don Jesús jamás pudo imaginar que, andando el tiempo, su hijo llegaría a sentarse en el sillón principal de aquel Ministerio, tan remoto y poderoso, que le pagaba el salario. Y eso que, según cuentan en su pueblo, la afición de José por los discursos políticos comenzó bien pronto. Aprovechaba cualquier circunstancia para subirse a un poyo y soltar un mitin, e incluso dicen que un día cogió las llaves de la iglesia para abrirla en secreto y dar una misa, con sermón incluido, a sus primas. De aquella infancia parlanchina le quedó el gusto por hablar en público y el sentimiento religioso, del que jamás ha renegado. «Soy católico -confiesa en su blog, a propósito del aborto-. Como creyente, se me puede exigir que mi vida personal responda a los criterios morales derivados de mi fe. Pero como representante de los ciudadanos no se me puede exigir que imponga esos criterios por ley a toda la sociedad».
La familia Blanco dejó pronto la aldea y marchó a Lugo. A los 15 años, José se afilió al Partido Socialista Popular (PSP) de Tierno Galván, donde coincidió con Antonio Gato, hoy alcalde de Monterroso, municipio vecino de Palas de Rei: «Lo que más me llamó la atención de él -recuerda- era su disposición al trabajo. La política lo era todo. Cuando los demás nos relajábamos, él siempre estaba pensando en estrategias, dando ideas y poniéndolas en práctica». En el instituto Lucus Augustus de la capital, tuvo como profesor de Filosofía a José López Orozco, socialista y actual alcalde de Lugo: «Le puse un notable -desvela-. Era muy inquieto ideológicamente y muy preguntón. Tenía muchas ganas de saber». López Orozco, que también subraya su «enorme capacidad de trabajo», asegura que era «buen compañero». «Aunque si había que cantar las cuarenta al lucero del alba, lo hacía. Incluso en clase», apostilla.
Al finalizar la escuela, Blanco se matriculó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Santiago, donde compartió aula con Alberto Núñez Feijóo, del PP, ahora presidente de la Xunta. En clase se vieron poco: Alberto, hombre metódico, fue superando curso tras curso; José, devorado por su incendiaria pasión política, aprobó alguna asignatura, pero acabó dejando las aulas y olvidando los tochos jurídicos. Desde entonces, arrastra el sambenito de carecer de formación académica superior.
A Madrid llegó a los 27 años, tras franquear las puertas del Senado. Salió elegido gracias, entre otras cosas, al apoyo del Partido Popular en su pueblo: «Claro que pedí el voto para él -remacha Pensado, el alcalde-. Era una cosa histórica que alguien de Palas, un municipio de 4.000 habitantes, estuviera en el Senado. Creo recordar que Pepe sacó de aquí 3.000 votos y que consiguió el escaño por un margen de 600. Él lo reconoció y me lo agradeció siempre».
«¿Cómo hablan tan mal de ti?»
Comenzó entonces la aventura madrileña de este gallego sobrio, seguidor del gaitero Carlos Núñez, de Sabina y de Serrat, amante de la prosa exacta de Javier Cercas ('Soldados de Salamina') y poco amigo de comilonas. Sus paisanos aseguran que, cuando chiquitea por el pueblo, sólo bebe agua y que, en todo caso, se pide un caldo. «Es muy austero -tercia Gato-. Hace unas semanas, cenó con nosotros en Monterroso. Probó el vino de la tierra y comió algo de pulpo, que estaba estupendo. Nada más». En Madrid comenzó a destacar, otra vez, por su intuición y su capacidad de trabajo, pero también se ganó enemigos: algunos socialistas de la vieja guardia le motejaron, con cierta mala leche, como 'Pepiño', un apodo que hizo fortuna en la capital, pero que a él jamás le gustó. Sus amigos le dicen Pepe y en sus comienzos gallegos hubo quien le bautizó como Blanquito, por su precocidad. «Yo siempre le llamé Blanco», zanja el alcalde de Monterroso.
Sea José, Pepe, Pepiño, Blanco o Blanquito, el ministro ha mostrado a la opinión pública casi tantas caras como nombres. Primero fue el látigo feroz de la oposición, con aquellas ruedas de prensa destempladas y belicosas que convocaba desde Ferraz. Asumía su labor como un boxeador: daba y recibía sin descanso. Un día, escandalizada tras ver el telediario, su madre no pudo resistirse y le llamó por teléfono: «Pepe -le dijo-, ¿cómo siendo tú tan bueno hablan tan mal de ti?». Doña Erundina duerme ya más tranquila: cuando cogió la cartera de Fomento, José Blanco cambió de discurso y en un mes desató todos los nudos que había tensado su antecesora, Madgalena Álvarez. Ahora lo piropea incluso Esperanza Aguirre y Zapatero lo ha designado para encabezar la ronda de negociaciones con los demás partidos. Su estrella brilla con más fuerza que nunca y algunos quieren ver en él un posible sucesor del presidente. Blanco lo niega. Dice tener su «vanidad» colmada. Pero quizá sólo tres personas sepan realmente qué piensa el ministro: su mujer, Ana Mourenza, una licenciada en Derecho que trabaja en la Complutense, y sus dos hijos, María y Pedro, que estudian en un colegio bilingüe español/inglés. Los demás deberán escrutar sus ojillos de empollón miope y atender al lema que campea en su blog: «Me llamo Pepe, me apellido Blanco, muchos me reconocen y me conocen muy pocos».